Siempre fue más fácil buscar culpables que buscar respuestas. Lo más horripilante del negocio del género es la ficción antropológica del matahembras que camina erguido mazo en mano desde el Paleolítico. Desolador resulta que semejante chisme histórico haya dado pábulo a toda clase de histerias y sentimentalismos irracionales en millones de mujeres, neurotizadas por el tratamiento capcioso por parte de los grandes medios, de crímenes y tragedias ocasionales de toda guisa.
El feminismo ha demostrado ser una perversión antropológica, ante todo, al disociar a la mujer del hombre. Chesterton ya vislumbró la que se avecinaba cuando decía que el feminismo era una versión "mala y trasnochada" de la Mariolatría, término acuñado por sus coetáneos laicistas para socavar la veneración a la Virgen María, inconscientes de que la feminolatría estaba emergiendo en sus lares, mientras aplaudían con las orejas los primeros vestigios del igualitarismo feroz.
Asistimos a una igualación forzada y forzosa, una divinización artificial de la mujer ungida por el secularismo y sus teorías aberrantes del género, reemplazando la complementariedad entre el hombre y la mujer por una suerte de igualitarismo sagrado so capa de redefinir el pecado original con consignas del calibre de “el machismo mata”, o “el violador eres tú”.
Para ello se cuenta con la manipulación sistémica de toda clase de conflictos entre el hombre y la mujer; colisiones que dimanan de la forzadura igualitaria y no de la complementariedad natural, que está siendo borrada del mapa a cañonazos de igualdad. Es la feminolatría la que auspicia una igualdad con contorno de caviar y entrañas de cianuro, la que ha encumbrado a la mujer empujándola vilmente al precipicio de la guerra de sexos: no necesita ser la esclava del Señor, como lo fue María, porque ha nacido para autodeterminar su destino, investida de toda clase de derechos. No sabe que el último estadio de su falsa divinidad será la destrucción de la familia.
Los medios de desinformación masiva llevan ya más de una década apuntando que la violencia de género es la consecuencia del pecado original. Apuesta muy elevada, por cuanto no puede existir tesis más aberrante: el hombre y la mujer no son débiles por naturaleza, la debilidad solamente jalona al hombre, cuyo machismo le convierte en un lobo para la mujer, y ejerce sobre ella una tiranía brutal. Huelga decir que las mentes que han ido fraguando esta execrable teoría a hurtadillas carecen del menor escrúpulo.
Mientras, los ciudadanos caminan con la zozobra de la violencia de género pasmándose de los crímenes cotidianos, inadvirtiendo los pecados capitales que se están fraguando a su alrededor: una redefinición monstruosa del pecado original, y la iniquidad servil del Estado para con los profetas de una teología pesadillesca.
Para curar su pecado original, el hombre habrá de ser redimido por los pactos de Estado, los talleres de género, las reuniones de machistas anónimos y demás zarandajas a cargo de la sociedad inclusiva. Todo sea por reescribir los orígenes del hombre cuando se le ocurrió morder la manzana del machismo. Así se las gasta la modernidad; después de vendernos el tranvía de que no existe una condición humana, en su esquizofrénica huida hacia adelante, ha descubierto lo contrario, más solo para una parte de la humanidad. La otra, como bien saben, ungida por la feminolatría, libre queda de todo pecado.