De nuevo la Iglesia se ve manchada por el escándalo de numerosos sacerdotes en todo el mundo que han practicado actos sexuales con menores.
El mismo escenario se repite cada vez: las autoridades católicas hacen declaraciones de vergüenza y arrepentimiento en un comunicado de compasión hacia las víctimas y promesas de reforma para el futuro. Evidentemente, la eficacia de la reacción pierde fuerza porque vamos siguiendo, asustados, el ritmo que nos imponen: ¡solamente después de que las víctimas organizan su propia respuesta jurídica decimos ser conscientes de la gravedad de estos actos delictivos! Necesitamos la presión de los medios para esbozar un comienzo de reacción. Incapaz de juzgar a tiempo a los culpables y de aplicarles las sanciones apropiadas, la institución eclesiástica no termina de decidirse a comenzar por un juicio objetivo de los hechos según su derecho canónico y su doctrina teológica, sino que se contenta con organizar, recurriendo a expertos laicos, una estrategia de comunicación en gestión de crisis.
La ruina de la autoridad moral de la Iglesia que se deriva de ello la destruye desde dentro: si existe para algo, es para ser el testigo creíble de la revelación divina. A los sacerdotes que vivimos en contacto con la gente nos parte por la mitad: si perdemos su confianza, nuestro ministerio es imposible.
Lo que me sorprende de las reacciones oficiales es su incapacidad para elevarse por encima del nivel emocional e identificar las causas del mal. La pedofilia de esos sacerdotes provendría de su “clericalismo” y de su “separación”, de mantener excesiva distancia con los demás, etc. Se aproximan todo lo posible a los argumentos que convienen a los medios para conseguir así su indulgencia.
Aparte de que todos los casos que conozco contradicen esas explicaciones, creo que la cuestión de fondo es la siguiente: ¿cómo es posible que la conciencia de un sacerdote se oscurezca tanto que llegue a cometer actos tan graves?
Desde hace décadas: se ha adueñado del clero un movimiento general de secularización del sacerdote; se ha desarrollado un clima anti-jurídico y anti-doctrinal en beneficio de posturas llamadas pastorales; se han abandonado, en la forma de vestir y en el comportamiento, sus signos visibles distintivos. Los conceptos de ley y dogma resultan incómodos, se suprimen barreras necesarias en las relaciones humanas… ¿Cómo puede el sacerdote, en esas condiciones, conservar una conciencia viva de que, en virtud de la unción sacerdotal que recibió el día de su ordenación, es un ser consagrado, apartado por Cristo para dedicarse totalmente a Su servicio? Poco a poco, todo se banaliza. Si lo más sagrado se desacraliza, lo más grave se vuelve trivial.
Desde hace décadas, tanto en los seminarios diocesanos como en las homilías, de la formación de la conciencia moral han desaparecido: una definición clara del pecado original, en virtud del cual nadie puede salvarse sin la gracia de Dios que confieren los sacramentos; la posibilidad del pecado mortal, cuya consecuencia es la condenación eterna; la existencia de actos intrínsecamente perversos independientemente de la intención de quien los comete; la necesidad de la ascética y del sacramento de la penitencia para luchar contra el mal; la obediencia a la voluntad de Dios y la aceptación de todos los sacrificios que haya que padecer para no transgredirla jamás; el lugar de honor concedido a la virtud de la castidad, tanto en el matrimonio como en el celibato consagrado; la cautela ante el mundo y sus exigencias, que manchan la pureza del alma…
Mientras los hombres de Iglesia no restablezcan la predicación de estas verdades evangélicas, ellos mismos se dejarán corromper por el mal que ya no combaten y arrastrarán en su deriva a aquellos a quienes se dirijan.
Henri Vallançon es párroco de la iglesia de San Francisco de Asís en Cerisy-la-Salle, en la diócesis de Coutances (Francia).
Publicado en La Manche Libre.
Traducción de Carmelo López-Arias.