Suele decirse que el fútbol es metáfora de la propia vida; frase que queda muy resultona pero que, cuando pedimos que nos la expliquen, nadie sabe hacerlo. Porque, desde luego, para saber que en la vida unas veces se gana y otras se pierde tampoco hace falta que veintidós tíos en calzoncillos nos lo escenifiquen. El gran Wenceslao Fernández Flórez, a quien el fútbol le daba más bien asquito, probó a explicar esta «metáfora» en una de las crónicas que escribió para ABC, hace más de sesenta años:
— He aquí tres palos sobre el suelo, y una pelota. Si os proponéis meter esa pelota por el rectángulo que esos palos forman con el suelo, calcularéis que resulta posible sin ningún trabajo. Ocurrirá, sin embargo, que frente a vosotros surgirán otros tantos, rabiosamente empeñados en que no llevéis a cabo esa acción que a nadie perjudica y que os llenaría de sano júbilo. Si esto acaece con algo tan fútil, imaginaos lo que os sucederá en una oposiciones, en un negocio, en cuanto deseéis para vuestro beneficio o vuestro placer. La vida ha sido hecha fácil, mas los hombres la entorpecemos y complicamos. (...) Y el entusiasmo de la multitud ante el fútbol no está sino compuesto por el lastimado coraje con que cada individuo, irritado por la competencia, entorpecido por obstáculos implacables, asiente: "¡Es verdad, es verdad; tampoco a mí me dejan hacer gol en la vida!".
Y, cuanto mayores son los obstáculos que impiden que hagamos gol en la vida, mayor es el entusiasmo de la multitud ante el fútbol, que así se convierte en aliviadero de sus frustraciones. No debe extrañarnos, pues, que los españoles seamos uno de los pueblos que con mayor enardecimiento —y lastimado coraje— siguen las vicisitudes futboleras; pues, en efecto, pocos pueblos han mostrado tanto empecinamiento como el nuestro en impedir lo que a nadie perjudica y a todos nos llenaría de sano júbilo. Pero en la naturaleza del español está ser perro del hortelano; y el «rabioso empeño» que empleamos en evitar que el prójimo meta un gol en la vida es uno de los rasgos más constantes de nuestra idiosincrasia, que halla mayor satisfacción —cetrina y miserable satisfacción— en evitar el bien ajeno que en conseguir el bien propio (sobre todo si redunda en bien ajeno), llegando incluso a desdeñar el bien propio si con ello se puede infligir algún daño al prójimo. Este Mundial de fútbol ha servido para que, siquiera por unos días, los españoles dejáramos de ponernos obstáculos y entorpecimientos; y, a rebufo de las victorias futboleras, hemos llegado a creer que meter goles en la vida puede ser mucho más sencillo de lo que con frecuencia parece. Pero bastará que pasen unos días para que el espejismo de la euforia se disipe y volvamos a ser los de siempre: las politiquerías volverán a envenenar el aire que respiramos; enarbolar con orgullo una bandera rojigualda volverá a ser signo distintivo de «facherío»; y el calor de los abrazos, que durante unos días nos hizo sentirnos españoles de entraña y de certeza, se esfumará de este «trozo de planeta / donde cruza errante la sombra de Caín». Afición al fútbol seguiremos teniendo; pero será la afición lastimada y corajuda de quienes, no pudiendo hacer un gol en la vida, se consuelan evitando que el prójimo lo haga.
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