Los triunfos de la selección española de fútbol vuelven a despertar un «sentimiento patriótico» en el pueblo que se celebra encomiásticamente, como si de auténtico patriotismo se tratara. Pero el «sentimiento patriótico» no es, como la propia expresión indica, sino la expresión emotiva de los efectos; y tal expresión emotiva puede ser el humus del que brote un «sentido patriótico» si se orienta hacia lo alto, pero también puede ser la charca donde el patriotismo perezca, si se orienta hacia lo bajo. En la Roma imperial, por ejemplo, el «sentimiento patriótico» alcanzó cúspides de expresión emotiva que no se dieron jamás en la Roma republicana; pero esa exaltación sentimental discurrió paralela a la paulatina atrofia del «sentido patriótico» alcanzado en la etapa anterior. Un «sentido patriótico» que se cuaja cuando las naciones alcanzan la mancomunidad de las almas que la integran; y tal mancomunidad sólo se logra plenamente cuando, entre las almas que la integran, surgen personas con «espíritu público»; esto es, personas con la percepción y la pasión del bien común, capaces de dar alas al «sentimiento patriótico», levantándolo del magma emotivo. Cuando tales personas no existen, el «sentimiento patriótico» es como una semilla que germina en un terreno fértil donde, sin embargo, falta la luz que la haga crecer; y, cuando falta la luz, a la semilla germinada no le resta otro destino sino pudrirse. Y así, con frecuencia, el «sentimiento patriótico» huérfano de luz —desilusionado— acaba incubando los hongos venenosos de la acedia y el esplín; como ocurrió en la Roma Imperial, comandada por hombres que carecían de la percepción y la pasión del bien común.
Esto es lo que ocurre también hoy entre nosotros: quienes detentan el poder están destruyendo o dejando destruir la mancomunidad, por falta de «espíritu público»; y así, el destino de ese «sentimiento patriótico» que germina espontáneamente en ocasiones como la presente es infecundo; o, todavía peor, putrescente. A los pueblos comandados por hombres que carecen de «espíritu público» no les queda otro remedio sino vagar entristecidos, como al Cid del destierro («Dios, qué buen vasallo si hubiese buen señor»), cuando no enzarzarse en querellas intestinas que son como guerras civiles latentes. Esta situación de «guerra civil latente» es la que padecemos hoy en España, azuzada por ideologías que, en lugar de buscar el procomún o bien general, buscan el bien particular de un grupo o de una región; y que se hacen fuertes subrayando ese particularismo, dividiendo a los pueblos en lo profundo, actuando como sucedáneos religiosos que dificultan el entendimiento, la «mancomunidad de almas». Y, cuando más se debilita esa mancomunidad, más fuertes se hacen esas ideologías y los «partidos» que las representan; de tal modo que la robustez de tales partidos se cobra a costa del espíritu público y del sentido patriótico. Así, debilitando la mancomunidad, es como nuestros gobernantes se han hecho fuertes; y, aunque jalean el «sentimiento patriótico» que en estos días prende entre las gentes divididas, temen en lo más profundo de sus corrompidos corazones que de ese «sentimiento» instintivo (emotiva nostalgia de un bien que nos ha sido arrebatado) brote un «sentido» orientado hacia lo alto. Para evitar que tal ventura ocurra, seguirán azuzando la guerra civil latente que los hace fuertes.
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