Mientras escribo estas líneas me llegan los alaridos de alegría de la gente en sus casas y los bocinazos de los (escasos) coches que circulan por la calle: España ha metido un gol a Alemania. Si sigue así el partido, estaremos el domingo por primera vez en la final. Es normal que los españoles estén alegres. Pero a la vez es triste que la gente vibre con el fútbol y permanezca adormilada ante el más grave ataque al ser humano que ha conocido la Historia, y del que la humanidad alguna vez tendrá que arrepentirse, como lo hace ahora de los horrores de la II Guerra Mundial.
 
Ya se habrán dado cuenta que a mí el fútbol me importa un pimiento. Pero hoy, menos que nunca. Porque cuando llevamos dos días con una ley que consagra el asesinato como un derecho, que la gente esté contenta porque uno de los nuestros metió un gol, qué quieren que les diga, me importa bastante poquito.
España se ha convertido en «el país más avanzado de Europa y del mundo», con una ley de plazos del aborto que elimina cualquier derecho del nasciturus a vivir. Saltándose la doctrina del Tribunal Constitucional, que en la sentencia 53/1985 declaraba que la vida humana comienza con la gestación (fundamento jurídico 5 a), que hay vida desde que esta comienza, y que nuestra Constitución garantiza el valor de la vida humana (fundamento jurídico 8), por ser esta un derecho fundamental que requiere protección del Estado (fundamento jurídico 3). Bien es verdad que los magistrados hicieron un quiebro propio de estudiantes de primer curso de Derecho, al afirmar que si bien el derecho a la vida del nasciturus es un bien digno de protección, no se le puede considerar aún sujeto de derechos por no haber nacido. Pero la doctrina acerca de la defensa y protección que merece el nasciturus está fuera de toda discusión. Resulta sospechoso que se haya tardado tanto tiempo en presentar un recurso de inconstitucionalidad a esta nueva ley, cuando es así que hace aguas por todas partes, y que los magistrados aún no hayan dicho esta boca es mía ni hayan atendido el recurso a su aplicación.
 
Nuestro Gobierno ha decidido que la ley del aborto actual era restrictiva y que la mujer tiene derecho absoluto a disponer de la vida de su hijo, sin ninguna restricción, durante las primeras 16 semanas de la vida del mismo. Y digo bien 16 semanas, y no 14, porque al haber hecho una ley ambigua en este aspecto, el criterio de los negocios abortorios para interpretar cuándo empiezan a contar las 14 semanas ha sido el de la fecha de implantación del embrión. Es decir, dos semanas después de su comienzo como ser individual. Así lo han manifestado y nadie les ha corregido. Así han ganado 2 semanas extra para «trabajar» con mayor seguridad.
 
Hoy ya nadie discute que el aborto sea una destrucción de una vida humana. Nadie sensato, me refiero. Lo que está en discusión, por mucho que nuestros gobernantes se empeñen en la idea de que el debate sobre el aborto se cerró hace 25 años, es si la vida humana del nasciturus merece la misma protección que la de otros seres humanos o si puede ser lícita su supresión cuando se produce un choque de intereses o derechos.
Según el informe Valores sociales y drogas 2010, que presentaron ayer en Madrid la Fundación de Ayuda contra la Drogadicción (FAD), la Obra Social Caja Madrid y la delegación del Plan Nacional sobre Drogas, el 54% de la sociedad española está a favor del aborto. Y el 60% está a favor de la eutanasia. La lógica de las mayorías podría llevar a pensar que hay que poner a nivel de ley lo que está a nivel de calle, como propiciaba Adolfo Suárez en los albores de nuestra democracia. Craso error. Porque las mayorías no tienen nada que decir acerca de los valores fundamentales. Y pueden equivocarse (y de hecho así ha ocurrido en multitud de ocasiones a lo largo de la Historia, como cuando los alemanes eligieron democráticamente a Hitler). Los valores no están a merced de la opinión de las mayorías.
 
Ante esta descarada negación de derechos fundamentales, propiciada por nuestros gobernantes y sancionada (de momento) por nuestros jueces cabe preguntarse si no habremos puesto un poder excesivo en manos de los legisladores, y si no sería conveniente que sobre ciertos temas fundamentales no hubiera posibilidad de cambios. Porque el voluntarismo legalista, que hace bueno lo legal por el mero hecho de ser legal, podría ser que se extendiese a otras facetas de la vida, convirtiendo nuestra existencia en un campo minado de peligrosa travesía.
 
En un alarde de maestría en el engaño, nuestro presidente del gobierno ha dicho que la ley del aborto es una ley «de prevención, de seguridad y europea. De prevención, porque está destinada a evitar embarazos no deseados; de seguridad, porque da más garantías a los profesionales y a las mujeres, y europea, porque está en la media de las leyes de países de la UE con gobiernos de todos los colores políticos». Tres mentiras, una detrás de otra: No evita más embarazos, sino que acaba con ellos. No da más garantías a los profesionales sino que les obliga a practicar abortos. Y no está en la media, sino que es la que menor protección ofrece al nasciturus de todos los países europeos.
 
Pues nada, olvidémonos de estas nimiedades y celebremos con alegría que España ya está en la final del Mundial de Fútbol. ¡Oé, oé, oé, oé! We are the champions!