España, la primera globalización, es un reciente documental de elevado predicamento entre las nuevas huestes defensoras de la historia de España. La cinta propone una defensa histórica con la entereza que da la honestidad de acudir al rigor de los hechos, y así desmontar toda la colección de patrañas que han remozado calumniosamente nuestro pasado.
Ese era el propósito del director José Luis López-Linares y a ciencia cierta que lo consiguió. Pero cuando la objetividad pierde de vista el objetivo puede caerse en cierta desorientación subjetiva. Para vencer al enemigo, no basta con desmontar sus patrañas, hay que significarse. De lo contrario cualquier defensa se queda en un alegato histórico, en una litigación de los hechos.
Y hete aquí la objeción a este notable documental, que litiga históricamente desde coordenadas actuales, que vienen a ser, en el fondo, las de los herederos de los enemigos recalcitrantes de la otrora España católica. Un acto, sin duda de buena voluntad que habrá reconfortado al español deseoso de dignidad histórica, de limpiar un legado mancillado calumniosamente.
Ahora bien, decir que el Imperio español fue una realidad y cambió el mundo es una correcta presentación, mas concretar eso en la primera globalización como sintagma definitorio del pasado de España es entrar al trapo de la dialéctica profana que siempre se ha gastado el enemigo conceptual de España: la modernidad. Es aceptar con ingenuidad las reglas marcadas por el impostor extranjero, que desdota de significado los bienes ajenos con el objetivo final de imponer los males propios.
A una nación no solo la acechan los enemigos históricos, también los conceptuales; centrarse en litigar solo a los primeros es un error materialista que concede ventaja a los segundos. En esa tesitura, España, la primera globalización está relatada con un marchamo historicista, algo ajeno al pensamiento que capitaneó la España católica, que no fue otro que poner la teología cristiana en el centro de todas las cosas. Sí, de todas las cosas. Quedarse en los aledaños de la Hispanidad sin viajar hacia el meollo solo alcanza a ver el frontispicio geopolítico y cultural. Con lo cual se da pábulo a que el adversario, esto es, la modernidad occidental (que conceptualmente parte y reparte), se lleve la mejor parte y pueda infamar a este notable documental, de historicidad idólatra.
En descargo del documental, cabe contextualizar el maltrecho pensamiento del pueblo español, a estas alturas mayoritariamente apóstata y envenenado a mansalva con las consignas del adversario conceptual, difundidas en España con la anuencia del sistema de partidos (fíjense hasta qué punto llega la traición del sistema de partidos, que el Gobierno de España no ha apoyado lo más mínimo el documental de José Luis López-Linares). Tal vez las circunstancias justifiquen en parte el rebozo de globalización y buen hacer cultural de la cristiandad hispánica que hace la cinta, en busca de una versión sincretista que unifique las antinomias irreconciliables del pasado y presente de España.
Lo que explicaría que parte del ilustre ramillete de comparecientes en el largometraje sean personas ajenas a la catolicidad (aunque férreos defensores de la nación española), e incluso en algún caso destacados gregarios del enemigo conceptual en el pasado, verbigracia Alfonso Guerra. El caso de Guerra es singular: tiene la faz de denunciar en el documental el hecho de que los españoles asuman la leyenda negra el mismo Alfonso Guerra que, allá por 1982, recién estrenado el cargo de gobernante, vitoreaba orgulloso que a España en breve ya no la iba a conocer “ni la madre que la parió”. Resulta difícil escrutar si en algún momento el señor Guerra fue conocedor de que la madre que parió a España es la Santa Iglesia Católica, a la que cada vez le cuesta más reconocer a su vástago.
La cinta esboza de maravilla las gestas de España en los diferentes órdenes terrenales. Con todo rigor se afirma que los españoles cruzan el mundo de punta a punta y cambian el mapa político, económico y cultural. Reivindicación cierta aunque minúscula que, anegando la mayor de las notoriedades, resume un poco el espíritu del documental. El Imperio español y su expansión fueron solo el canal por donde se precipitaron rectamente las aguas de la España cristiana, que inundaron de evangelización sabiamente el mundo. Un proyecto metapolítico y universalizador para implementar la soberanía de un credo, en lugar del credo de la soberanía, sutilizado este último por el enemigo conceptual con la idea de acabar con la hegemonía del catolicismo.
Lo que robustece a los pueblos es su credo, no el hacer del pueblo un credo en sí (carta de presentación de la modernidad). Es ahí donde germina el estilo español, que lleva la defensa del catolicismo a niveles caballerescos tal como decía García Morente en su obra Idea de la Hispanidad. Pero, como ya se ha escrito, la religión es tomada en la cinta por un elemento más; esto es, se reconoce su importancia histórica, más su importancia queda supeditada a la historia. Sin embargo, en una comunidad política de las que casi ya no quedan, la característica social de la religión es su sempiterna omnipresencia. Es el mazo que horroriza al mundo negrolegendario, que tiene la religión católica por una inmensa mácula que solo el humanismo autónomo puede borrar a base de dosis frenéticas de progreso.
Nótese que para ese mundo occidental y profanamente actualizado, la cristiandad hispánica es una gigantesca mancha en el relieve europeo, y mundanizar el asunto religioso bajo la pátina de la globalización es una concesión a los adversarios de (lo que queda de) España. Se quiera o no, España fue la antítesis de Europa por el celo y ahínco con los que defendió su credo. La defensa de la fe como causa común era y sigue siendo incompatible con lo que se insiste en llamar civilización occidental y los proyectos modernizantes que la embleman, el más sonoro, el de la globalización: un gigantesco éter económico de disolución de los pueblos e identidades.
El documental, consigue salvar la honra del envoltorio político y cultural de nuestro pasado, sin terminar de entrar en el meollo de la Hispanidad. Para establecer una analogía entre la globalización y el Imperio español, admite un criterio concordístico segun el cual dos situaciones civilizatorias son homologables si presentan características parecidas aun siendo de finalidad muy distinta. Como resultado, España, la primera globalización adolece de un cervantinismo castrado. En sentido traslaticio, estaríamos ante un Quijote domesticado y travestido de Alonso Quijano, por la apelación a la globalización y al ethos cultural. Una visión humanista y occidentalizante que no se termina de corresponder con el caballero cristiano que reivindicaba Manuel García Morente. Factor que siempre conviene a los portadores del enemigo conceptual, ahora paladines de la Unión Europea y de las organizaciones mundialistas.
España no es solo lo que hizo Juan Sebastián Elcano, también (y sobre todo) es el porqué lo hizo: dejó cierto en sus memorias que dio la vuelta al mundo con el único fin de “gloriar a Dios“. Sintiéndolo mucho, llamar a eso globalización es como llamar “alpinismo” a la elevación del alma.
Es de justicia encomiar todos los esfuerzos por dignificar la historia de la nación española hallados en el documental, y felicitar en ese sentido al director y a todos los partícipes de este proyecto necesario. Pero también es de justicia enmendar que España no fue una globalización, sino algo que sobrepuja con creces el término, como lo es dar testimonio de la fe católica y gloriar a Dios en todas partes, sin descanso y de manera inasequible al desaliento.
Lo sentenciaba Jaime Balmes: “La vivencia extrema y marcial del credo católico es el sello verdaderamente español“. Hasta un antiguo gregario del adversario como Alfonso Guerra puede entender la verdad que desentraña Balmes: todos los españoles de un lado y otro del Atlántico son tan católicos como la madre que los parió, la Iglesia católica.