Uno de los temas tecnológicos de moda, y cada vez más de moda, es la Inteligencia Artificial. Y no se me escapa que cada día que pasa el homo sapiens se convierte más en homo technologicus. Aplicaciones como ChatGPT y otras semejantes parecen llamadas a liderar una nueva “revolución”, la que podría bautizarse como “cuarta revolución industrial”, aunque eso de industrial parece un poco pasado de moda. Habría que hablar más bien de revolución socio-tecnológica: un avance significativo en la tecnología, que tendrá (ya lo estamos viendo) una fuerte repercusión en la sociedad, en la cultura, en nuestro modo de vivir.
Hace cuarenta años era impensable, un futurible, pensar en un teléfono sin cables. Sin embargo hoy es lo más habitual, incluso entre adolescentes. Hace treinta años era impensable tener una gran enciclopedia metida en el bolso del pantalón, y hoy es una de tantas cosas que llevamos dentro del móvil. Hace veinte años teníamos que buscar un ordenador, y unos cables, para revisar nuestro correo electrónico, y hoy lo vemos al instante en nuestro móvil. Hemos cambiado mucho, y parece que esta revolución está multiplicando su velocidad con la inteligencia artificial.
Algunos se preguntan si es correcto llamarlo “inteligencia”, una capacidad de leer la realidad, plantearse preguntas y generar nuevas ideas, decisiones y planteamientos. Pero si pedimos a herramientas de este tipo que redacten un artículo científico sobre determinado tema, viendo el resultado, parece que no hay duda: estamos ante una inteligencia, que además es más rápida, precisa y amplia que la nuestra. La pregunta surge, por ejemplo, cuando aplicamos esta inteligencia artificial al campo sanitario, o a nuestros deseos de felicidad. ¿Realmente nos empuja al progreso y nos ayuda de modo eficaz y completo?
Aquí no tengo tan claro hablar llanamente de progreso. En el tema estrictamente médico, sin negar la ayuda que proporciona tener un análisis de datos tan amplio y completo, surge el problema de la justicia, sobre todo ante los grupos minoritarios. Se sabe, por ejemplo, que en Estados Unidos los afroasiáticos no asisten demasiado al médico. Por tanto, los datos que toma en cuenta una inteligencia artificial, que bebe de la información de médicos y hospitales, va a tener muy poco en cuenta sus particularidades y posibles enfermedades. ¿No son igual de personas que el resto de americanos, con los mismos derechos y obligaciones? ¿No estaremos ante una inteligencia injusta?
¿Cómo nos informará, por poner otro ejemplo, el “Dr. Inteligencia Artificial” de que nos quedan tres meses de vida, después de analizar el cáncer que tenemos? ¿No sería una comunicación fría, seca y despersonalizada?
Pero más aún: el uso de la inteligencia artificial, queramos o no, va a ser proporcional a las habilidades tecnológicas de quien lo usa. ¿No estaremos ampliando, más todavía, la llamada brecha digital?
En el fondo, la inteligencia artificial pretende ser una herramienta que nos solucione el problema de la incertidumbre, de los posibles riesgos de tomar una decisión u otra, ya sea para mí o para otro. Teniendo tantísima información, se piensa, decidiremos mejor, más libremente. Pero aquí está la paradoja: el miedo que tenemos ante el avance de esta inteligencia es precisamente que perdamos nuestra libertad, que sea ella la que nos oriente tanto que dirija e incluso empuje a obrar. En lugar de ampliarnos la libertad, tenemos miedo de que nos la quite, de que decida por nosotros “lo que es mejor para nosotros”, o lo que ciertos programadores han decidido que es mejor para nosotros.
¿Hacia dónde caminamos? ¿Hacia un futuro más tecnológico, tan tecnológico que termine anulando nuestra libertad? Y si deciden por nosotros, mermando nuestra libertad, ¿no terminaremos siendo menos libres, menos hombres? La tecnología tiene un avance imparable, y creo que no tiene sentido despreciarla ni destruirla. Pero es un reto saberla integrar en nuestra vida sin que nos domine, sin que nos haga menos humanos y más máquinas, menos personas y más piezas de un engranaje que no se sabe bien cómo se mueve (o que preferimos no saber cómo se mueve).
En esta perspectiva de futuro, me pregunto: ¿dónde está el corazón de esta inteligencia, de la inteligencia artificial y de la nuestra? Aplicaciones como ChatGPT nos pueden dar mucha, muchísima información. Pueden presentarnos muchas variables para tomar una mejor decisión. Pero el hombre no se mueve solo a nivel de posibles opciones teóricas, se mueve también por intuiciones, por impulsos del corazón. ¿Dónde queda esta dimensión cordial, específicamente humana, en la inteligencia artificial? ¿Dónde queda nuestro amor, y dónde colocaremos al Amor por excelencia?