Un ineludible compromiso que me ha arrancado de Madrid el último fin de semana, me ha dejado sin carrera. Todo un año preparándome para disfrutar y lucir en su concurso, y no he podido participar. Me refiero, claro está, a la «Carrera de Tacones» que abre las diferentes celebraciones y actos del «Orgullo Gay». En un gimnasio he fortalecido mi cuerpo durante meses. En un comercio de Chueca adquirí el reglamentario tanga. Lo escogí de color carmesí, en señal de gratitud a Leire Pajín y Gaspar Llamazares, que colaboran mucho con nosotros y nuestras circunstancias. Una crema bronceadora con brillo permanente para cegar de envidia con mi torso, mis muslos y mis glutecillos, un tanto descoloridos como consecuencia del crudo y largo invierno que hemos pasado. Y los zapatos de tacones. Altísimos, y con cintas de bailarinas enroscándose en los gemelos. Las cintas, con los colores del arcoiris, que es lo correcto. Pero no ha podido ser.
Esta «Carrera de Tacones» tiene una virtud que supera al propio deporte. Su naturalidad. Ver a doscientos hombres corriendo con tacones por las calles de Madrid es divino. Al principio, choca el movimiento bamboleante de los culetes, pero cuando los participantes logran impulsarse y alcanzan la velocidad y el equilibrio adecuados, el espectáculo es precioso. Parecen garzas. Deporte, cultura y ornitología unidos en un mismo esfuerzo. Ahora entiendo la desconvocatoria de la huelga del Metro para los días del «Orgullo Gay» y la ayuda que presta a los organizadores el Ayuntamiento de Madrid, y más ahora, cuando Gallardón se ha unido a la trinchera antisemita y anda palestinorro perdido. Alos bujarrones hebreos no les han dejado desfilar, ni correr con tacones, porque han sido muy malones, malotes y malorris con los de Hamas. Una pena que tampoco hayan venido, y esos sí estaban invitados, los «gays» de los países de nuestra Alianza de Civilizaciones. No han venido porque allí los meten en la cárcel, los juzgan y los condenan a muerte. Una pena, porque son civilizadísimos, como coinciden en afirmar Zerolo, Bibiana Aído y Alicia Moreno.
Pero no hay derecho. Si engordo de aquí al «Orgullo Gay» del año próximo, mi tanga no me sirve. Y la crema de brillo permanente caduca en marzo de 2011. Los zapatos de tacón sí puedo aprovecharlos, pero cuando procedo a entrenarme en el pasillo de mi casa, mis inmediatos familiares se ríen. Es desconsolador. Son homófobos, y me tratan fatal. Además, que no soy «gay». Lo mío es integración cultural, tolerancia y progreso. La «Carrera de Tacones» es sinónimo de progreso, de interactivación gozosa, de taller de conocimientos intertribales, de proyección multiétnica, porque eso sí, estos «gays» o tienen una barbaridad de dinero o alguien les paga los viajes, porque han venido hasta de Nueva Zelanda.
Todos los heterosexuales progresistas y modernos, tendríamos que participar en la «Carrera de Tacones», y desfilar en una carroza, y pasarlo superfenómeno, superbárbaro y supertodo el «Día del Orgullo Gay». Nos tenemos que adaptar, reactivar la comprensión interfuncional del cuerpo, sin delimitar fronteras ni prejuicios. Es decir, y para que me entiendan los que han leído a los clásicos, desde Marcial a Cela pasando por Quevedo. Hay que fundamentar el mariconeo en un espacio cultural. Ya lo escribió el poeta tinerfeño Manuel Verdugo: «Si el hombre quiere, imperfecto,/ la perfección alcanzar,/ el buen camino es el recto, ¡y por él debe tomar!».
Estoy de los «gays» hasta el gorro.
Publicado en La Razón