Otra semana escribí sobre «Sacerdotes, ¿para qué?», y semanas antes escribí sobre D. José María García Lahiguera. Vuelvo de nuevo a este gigante sacerdotal en la perspectiva del Año que el Papa dedica a la santificación de los sacerdotes. De él ha dicho uno de sus biógrafos que «el sacerdocio fue la gran obsesión de su vida entera... Si en todos los aspectos de su vida espiritual buscó siempre el fundamento teológico que había de poner a la base de su piedad, de manera especial, lo buscó para su identidad sacerdotal y la consiguiente exigencia de santidad. No se limitó a fundamentar su obligación de ser santo en la proximidad física de su contacto con Cristo. Lo buscó mucho más arriba, o si se quiere, más en lo hondo: en la participación ontológica del mismo ser sacerdotal de Cristo, único, Sumo y Eterno Sacerdote. La visión de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote está a la base de su espiritualidad. Su devoción a Cristo Sacerdote era en él visceral... Nunca vivió su sacerdocio, ni nunca predicó del sacerdocio ministerial, como de algo añadido a la propia existencia: al contrario, como algo que configura enteramente y que identifica la persona del sacerdote ontológicamente: somos, por la imposición de manos sacerdotes, otro Cristo, presencia sacramental de Cristo Sacerdote». (V.Cárcel).
Es lo que vemos en D. José María. Así pudo decir: «Sólo sacerdote, siempre sacerdote y en todo sacerdote». El ser no lo cambiamos, y el actuar conforme a lo que somos no debería desviarse. Por eso no cabe una vida mediocre en el sacerdote. Nunca debería caber y menos en los momentos actuales en que es tan necesario mostrar la identidad de lo que somos y así dar razón de la esperanza que nos anima. «El sacerdote que tiene que ser como Cristo, tiene que ser santo». La santidad sacerdotal no es un imperativo exterior, es la exigencia de lo que somos. El sacerdocio que tengo es el de Cristo, por mí participado, y «éste es santo». Haga lo que yo haga, el sacerdocio que yo participo es siempre santo. Pero, ¿no se me cae la cara de vergüenza, si junto a ese sacerdocio santo y eterno yo no voy siendo santo para ser «como Él»? Y, entonces, se presenta ante mí la obligación sagrada: no tengo más remedio; tengo que ser santo. Y una santidad que tiene que ser específica en mí: santidad sacerdotal. Santidad a ultranza. Y esa santidad que obliga a ser «como Él» tiene una especial característica: ser como en Él en el altar: Víctima. Sacerdote-hostia».
«¡Ay de mí si no evangelizare!». ¡Ay de mí si no soy santo! Anverso y reverso de una misma realidad sacerdotal. O mejor aún santidad que evangeliza, evangelización que es santidad. Una y otra inseparables. Por eso el programa del Nuevo Milenio y que nos recuerda este «Año Sacerdotal». Y por eso, en estos tiempos tan duros es tan necesaria la santidad sacerdotal: más que nunca. No para hacer, sino para ser. Ser santo evangeliza, ser santo es vivir la misma vida de Cristo, primero y supremo evangelizador y Evangelio. Ardió siempre en deseos de santidad y fue el gran apóstol y heraldo de la santidad, sobre todo de la santidad sacerdotal. «Yo quisiera contagiaros la alegría inmensa que Dios me hace sentir siempre que hablo de ese tema». Y la verdad es que no perdía ocasión para hacerlo. «Apóstol de la santidad», singularmente de la santidad sacerdotal. Ése es el legado de D. José M. García Lahiguera. Ése es su carisma. En unos momentos en que apremia y urge la vocación universal a la santidad, sobre todo en los sacerdotes. ¡Que pronto lo veamos en los altares!