Sólo una vez en mi vida he acudido a un estadio para ver un partido de fútbol, allá en la juventud. Fue en San Mamés, donde el equipo de mis entretelas se enfrentaba al Real Madrid, que entonces (como ahora) era el equipo todopoderoso al que todos sus rivales anhelaban derrotar. Recuerdo que cada vez que tocaba el balón Míchel, que entonces era el futbolista de moda, el pedrisco de vituperios, dicterios e improperios que se desataba en las gradas era aturdidor; y de una virulencia y sordidez en verdad insoportables. El pimpolludo Míchel no era negro ni feo; y, sin embargo, despertaba en las gradas el mismo aborrecimiento que hoy despierta Vinicius, al que nuestra época ha encumbrado como protomártir del ‘delito de odio’. ¿Por qué?
Por la sencilla razón de que, allá donde se extiende el veneno de la intoxicación gregaria, nos precipitamos hacia el nivel de lo infrahumano. Allá donde se junta una masa excitada, el hombre se entrega a las pasiones más sórdidas, anulando su conciencia personal y fundiéndola en una suerte de irracionalidad colectiva que disfruta vejando y execrando a quien comete el error de cruzarse en su camino. Al sumarse a la masa, el hombre se deja arrastrar hacia un territorio infrahumano donde no existen responsabilidad personal ni discernimiento de juicio, sino tan sólo una confusa enajenación más euforizante que la provocada por las drogas. A este fenómeno lo hemos denominado ‘cretinización de las masas’: consiste en convertir a las personas en una chusma que dimite de sus facultades racionales y hasta del libre albedrío, para caer en un estado de enardecimiento y exacerbación capaz de perpetrar cualquier desmán, por irracional o perverso que sea, desde insultar soezmente a un futbolista hasta votar bobaliconamente a un demagogo. Esta ‘cretinización de las masas’ es el paisaje más frecuente de los estadios deportivos, pero también la piedra angular sobre la que se sostiene la partitocracia reinante.
Bajo los efectos de esta intoxicación gregaria, cualquier persona puede conducirse con orgullosa irracionalidad, incluso con violencia salvaje, contra Vinicius o contra Míchel, sin necesidad de ‘odiarlos’ específicamente. Si al futbolista Vinicius, en concreto, le dirigen insultos que invocan el color de su piel es, simplemente, porque la masa gregaria que lo insulta está compuesta por personas infectadas por ideas modernas. No debemos olvidar que el racismo es una idea medular de la modernidad, consecuencia inevitable de la aplicación del mecanismo de la ‘selección natural’ a las sociedades humanas. Charles Darwin, uno de los padres más venerados del pensamiento moderno, hablaba sin tapujos de «razas superiores» y de «razas inferiores»; y consideraba que la propagación de las razas inferiores causaría un «grave detrimento a la especie humana». Toda persona que profese la idea del poligenismo es, impepinablemente, racista. Si uno cree que, allá en la noche de los tiempos, existieron diversos grupos de homínidos que, a lo largo de los milenios, evolucionaron hasta convertirse en hombres plenos, inevitablemente se vuelve racista; pues esos supuestos grupos de homínidos, inevitablemente, habrían ‘evolucionado’ en diverso grado, según las circunstancias ambientales y demás avatares propios de la ‘selección natural’. El poligenismo, que es dogma de fe para el hombre moderno, exige que haya razas inferiores y superiores; es el peaje por cargarse el dogma del pecado original (y, de paso, el dogma de la Redención).
El único remedio contra el racismo consiste en afirmar (según profesa el pensamiento tradicional) la unidad de procedencia de la especie humana, la comunidad de origen y de sangre de todos los hombres. Y confiar, por supuesto, en la gracia divina, que es la única que puede lograr que amemos a quienes identificamos como extraños, por el color de su piel o por el idioma que hablan. Pero el hombre moderno descree de la gracia divina, así que no le queda otro remedio que ser cada vez más racista. Que es una de las mayores imbecilidades en las que se puede incurrir; pues definir los contornos de las razas depende, como todo en la vida, del color del cristal con que se mira. Para los franceses, por ejemplo, África empieza en los Pirineos; y, sin embargo, su selección nacional de fútbol tiene más africanos que la selección del Camerún. Por su parte, los ingleses piensan que toda la humanidad, desde Calais para abajo, es una merienda de negros (a los que ellos arrojan migajas, para que se peleen). Julio Camba se refería a un amigo inglés que, cuando quería ir a cenar a algún restaurante francés, italiano o griego, le decía: «¿Quiere usted que vayamos esta noche a un restaurante negro?». Sin duda, aquel amigo de Camba era también poligenista, como cualquier hombre moderno que se precie.
Publicado en XL Semanal.