Recientemente vi el videoclip de la rítmica y pegadiza I gota feeling del grupo estadounidense Black Eyed Peas. Muchos de ustedes, probablemente, ignoren por completo de qué canción se trata, pero con toda seguridad la han oído muchísimas veces en los últimos meses. La seductora canción ha llevado a grupos de jóvenes a publicarse en internet con videoclips en los que, al son del bailoteo, van pasando de una estancia a otra tarareando diferentes partes de su letra. Desde entonces, el popular song lo tenemos en despedidas de Bachillerato, en festivales de primaria e infantil, en diversas fiestas de colegio… Pero en colegios católicos, por supuesto también. Su cadencia y melodía hipnotiza y sacude las caderas de los más rígidos y agarrotados.
Fue por todo esto que me quedé tan impresionado cuando observé por primera vez el videoclip del I gota feeling, tan encantadora y molona para niños y mayores. Su letra para nada hace presagiar lo explícita que son sus imágenes, un contoneo de cuerpos semivestidos, semidesnudos, intentando la provocación constantemente, buscándose en una orgía que los debe llegar a ese máximo éxtasis, ese feeling, con el único cometido de pasar una good night. Al verlo, en mi cabeza emergieron ciertas certezas que deberíamos intentar desenmascarar muy bien, porque muchas veces se diluyen entre subjetividades varias que nos confunden a todos. Tuve la convicción de que la crisis económica es una manifestación de una crisis aún mayor: la crisis moral.
Y es que la crisis moral actual – que evidentemente no podemos ceñir solo a España, aunque aquí se esté fomentando cada vez más sus fundamentos – es un veneno imparable, permeable a todo tipo de grupos, irradiándose entre sombras. Gran parte de la población vive aletargada, inhalando I gota feelings constantemente, sin analizar, sin comprender, mamando como borregos ponzoñas que en los jóvenes son letales. Muchos opinan que esto es fruto de un plan orquestado, organizado por algunos grupos de poder. Yo no lo creo así. Simplemente se trata del cataclismo de la moral. Se trata de la abdicación de los valores y de una apología de lo fácil, inmediato y placentero. No hay más. La única ideología que existe orquestando la inmoralidad es el negocio, el oportunismo y el poder.
Los que respaldan el todo vale no son creadores de ninguna moral, no son pensadores que buscan instaurar un nuevo orden. No. Son simplemente anárquicos de la moral.
Lo verdaderamente grave es que, con cúpula pensante o sin ella, los efectos de la inmoralidad – algunos lo llamarán amoralidad, no me importa - se ha irradiado en nuestras generaciones, irremediablemente, salvo excepciones valientes, protegidos por firmes y consolidados valores. Son hermosos aquellos versos del poeta Blas de Otero que rugía preciosísimamente: Estoy hablando solo. Arañando sombras para verte. A mí siempre me han evocado a un hombre confuso, bregando contra sus fantasmas para alcanzar la verdad, para descubrir a Dios, quizás como nos pasa a muchos hoy en día. Lo cierto es que estos versos me parecen idóneos para reflejar lo que observo en los jóvenes con ansias de verdad, de trascender, aquellos que hoy intentan desenmarañar una educación contradictoria, incoherente, vacía de principios que apunten a la verdadera felicidad. Nuestro sistema educativo está infectado de esta falta de moral que ya lo corrompe todo y que cae como una densa bruma que no deja distinguir verdaderamente las cosas como son.
Y es que debemos ser claros: no podemos esperar nada positivo de una sociedad que educa al margen de la moral. Una moral que para los más vanguardistas es retrógrada, pero que es compartida por todas las grandes religiones de nuestro planeta. Esta moral debe tener su fundamento en tres dimensiones básicas: amarse a sí mismo, amar a los demás (esto conlleva el respeto y el perdón) y reconocerse pequeños y frágiles, fruto de la obra de un creador que todo lo puede. Esta es la única moral posible para el hombre, la única moral que nos puede conducir a la verdadera felicidad, pero que en muchos casos es denostada simplemente por ser, entre otras, cristiana.
¿Qué nos sorprende la falta de escrúpulos hoy en día? ¿Qué nos sorprende la falta de compromiso, el deseo desmedido de las cosas, la ausencia de nobles ideales? ¿Qué nos sorprende el fracaso de esta sociedad? ¿Qué nos sorprenden las separaciones, los abortos, los jóvenes sin oficio ni beneficio? Hoy miramos con cierto reparo un tiempo medieval donde la didáctica moral fundamentó la formación del hombre, pero lo cierto es que una educación desligada de esta moral es herida abierta que tarde o temprano acabará por desangrarse del todo.
Los colegios católicos, con todas sus debilidades, con todas sus carencias, están constituidos con el fin de promover esta moral, y esto no hay dinero que pueda saldarlo. La labor es enjundiosa cuando hay una familia detrás – cosa que sucede en una minoría de los casos -, y en la zozobra cuando no la hay. Tendrá que morir el grano para que nazca el fruto, y tendrá que morir esta generación para que la sociedad vuelva a valorar el insustituible papel de la familia, alma de la moral y los valores. Mientras tanto, no podemos asistir a esto ciegos y debemos comprometernos en una educación que moralice, que enseñe y que construya. Los enemigos se mueven entre sombras, son sigilosos, atractivos, sagaces… pero efímeros. Aunque no lo suficientes como para no enredar y confundir a nuestros jóvenes.
Dice Jesús en Lucas: quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, ése la salvará. Estas palabras enardecen a algunos, pero encierran una sabiduría que los jóvenes cristianos deberían grabarse en la mente como los judíos la Shemá. Significan que aquel que viva desde la moral de Cristo se salvará. Pero se salvará porque será feliz, simple y llanamente: feliz. En cambio los otros, los errantes, los carentes de valores y sentidos malgastarán su vida dionisíacamente, entre placeres efímeros que los dejarán vacíos. No porque estén abocados a un infierno, sino porque la vida se convertirá en ese infierno en el que no creen.