Suele decirse que hay que evitar juzgar una época con los criterios y mentalidad de otra, y esto es especialmente verdad si tocamos el tema de las Cruzadas, tal vez el punto de la Edad Media en que nuestra mentalidad está más alejada del espíritu de aquella época. Nos es difícil compaginar el Evangelio, con su espíritu nada partidario de la violencia, con las Cruzadas. Ello nos obliga a ser muy cautos tanto en los elogios como en la censura de los problemas que allí se suscitaron.
El impulso externo para las Cruzadas lo procuró la conquista de Jerusalén por los turcos seljúcidas, muy hostiles al Cristianismo y que amenazaban el Imperio Romano de Oriente y su capital Constantinopla. Por ello el origen no fue ni la intolerancia, ni el odio racial o religioso, sino el deseo de recuperar los Santos Lugares, caídos en manos hostiles. Es evidente que los cristianos creían firmemente en la justicia de su causa, opinión compartida, aunque en sentido contrario, por los musulmanes.
La primera Cruzada fue predicada por el Papa Urbano II en 1095, quien con este motivo concedió la primera indulgencia plenaria. Esta Cruzada tuvo un éxito relativo, pues llegó a conquistar Jerusalén y otros lugares, que formaron un Reino y varios condados. Para defender estos territorios surgió la extraña institución de las Órdenes Militares, cuyos miembros, aparte de los tres votos clásicos de pobreza, castidad y obediencia, hacían el cuarto voto de defender con la espada los Santos Lugares.
Hubo un total de nueve Cruzadas, que tuvieron diversa fortuna e intentaron conservar lo conquistado o recuperar lo que se iba perdiendo, pero con el resultado final que, a fines del siglo XIII, todo estaba perdido.
Las Cruzadas tuvieron diversas consecuencias positivas y negativas: se frenó el avance turco durante varios siglos, pues mientras se combatió por Jerusalén no hubo que combatir por Viena, mientras en lo social la ausencia de Europa de tantos guerreros favoreció la decadencia del feudalismo y el crecimiento de la burguesía, mientras en lo cultural se facilitaron las aportaciones de bizantinos, judíos y árabes. En cambio empeoraron las relaciones de la Iglesia de Roma y Bizancio, por las disensiones políticas y la conducta de unos y otros.
Con la invasión árabe el islam penetró en España. Como la Reconquista fue tan larga, se alternaron períodos de persecución, en los que se intentó islamizar a los cristianos, con prohibición del uso del latín y obligación de frecuentar las escuelas árabes, con períodos de paz y tolerancia, en los que no fueron raros las alianzas entre reinos cristianos y musulmanes. La Reconquista tuvo a veces el aspecto de Cruzada, en especial tras las invasiones de almorávides y almohades.
En nuestra época el terrorismo musulmán, del que no hay que olvidar que muchas de sus víctimas son también musulmanes, es el que ocasiona el mayor número de mártires cristianos. Sin olvidar los numerosos fallos que cometieron los cruzados, con sus rencillas internas, es indudable que la legítima defensa es un derecho y, en ocasiones, un deber ante el injusto agresor.
Una lección que en aquel tiempo se aprendió es que la conquista de tierras para el reino de Cristo no puede efectuarse sólo por la espada, y así ya San Francisco intentó convertir en Damieta al sultán en vez de combatirlo y envió muy pronto sus primeros misioneros a Marruecos, desarrollando así la evangelización pacífica, camino que siguieron también otras órdenes religiosas, e hicieron también los españoles tras sus descubrimientos.