Todo cuanto sucede a nuestro alrededor nos marca de forma indeleble. Las personas somos como vasos comunicantes. Volverse de espaldas no sirve de nada. No sirvió de nada en el 33 en Alemania, ni en el 17 en Rusia, ni ha servido en absoluto en todos estos años de horror en el País Vasco. En todos estos lugares se ha mirado hacia otro lado, bajado el tono de voz, aparentado indiferencia. Y el resultado siempre ha sido el envilecimiento general. Lo mismo nos está ocurriendo con el aborto. A la indiferencia la llamamos respeto a la voluntad de la mujer, al callar lo hemos llamado tolerancia. El resultado es una cotización cada vez menor de la vida. Pero el aborto está produciendo sus efectos en cada uno de nosotros. Cada vez nos acobardamos más ante las malformaciones, las enfermedades, las familias grandes o los retos. Perdemos paulatinamente el valor y las ganas de apostar por el otro. Nos besamos y abrazamos con mayor ferocidad que nunca, pero cada vez somos más incapaces de vincularnos. Fomentamos la promiscuidad, pero que no nos hablen de abrir nuestra puerta a un bebé. Hay cada vez menos discapacidades de nacimiento y cada vez menos hijos, pero también cada vez nos resulta más indiferente la noticia de que ha aparecido un crío en un cubo de basura. La vida vale poco. Muy poco. Por ahora es la de las demás personas: el hijo de la inmigrante, de la adolescente incauta, tal vez algún hijo nuestro no querido… a lo mejor, algún día no lejano, es nuestra propia vida la que ya no le importa a los demás. O les molesta o les da trabajo o les cambia los planes o les viene mal.
La Razón