Entra hoy en vigor la ley cínicamente llamada de «salud reproductiva y sexual», que conculca el derecho a la vida, sometiéndolo a la decisión discrecional de la madre, que podrá «desembarazarse» de la criatura que se gesta en sus entrañas como quien se extirpa una verruga. No creo probable que la nueva ley favorezca la comisión de más abortos quirúrgicos; entre otras razones, porque la nueva ley ya se preocupa de promover el aborto químico, que es menos truculento y engorroso, imponiendo a los farmacéuticos la obligación de expedir la llamada «píldora del día después» como si de una aspirina se tratase. Pues lo que la nueva ley pretende es, ante todo, «simplificar» la decisión moral que todo aborto conlleva, convirtiendo la comisión de un crimen en algo irrelevante y aséptico (en esto consiste la «banalidad del mal») y propiciando de este modo lo que C. S. Lewis llamaba «la abolición del hombre»; esto es, la creación de una sociedad sin capacidad de discernimiento moral, una sociedad «automática» que evita enjuiciar éticamente sus acciones, engolosinada por la consecución del interés propio.
Cifrar en el Tribunal Constitucional la esperanza de que esta ley inicua sea desautorizada es tan ilusorio como reclamar peras al olmo; pues a nadie se le escapa que dicho Tribunal forma parte de la misma «organización» que ha encumbrado el aborto a la categoría de derecho: una «organización» que proclama que la ley es «expresión de la voluntad popular», sin sometimiento a ningún razonamiento previo sobre lo que es justo e injusto; y así, liberada de ese razonamiento previo, la «voluntad popular» se convierte, inevitablemente, en una pura satisfacción del interés propio, que cuando se hace «mayoritario» adopta la fórmula de leyes positivas que el Tribunal Constitucional, en una labor típicamente «ancilar» o lacayuna, se limita a «encajar» en el barrizal positivista. Se suele esgrimir que el Tribunal Constitucional, allá por 1985, dictaminó que la protección del nasciturusimponía al Estado la obligación de «establecer un sistema legal para la defensa de la vida que suponga una protección efectiva de la misma». Pero se olvida que ese mismo Tribunal, en su sentencia 116/1999, de 17 de junio, afirmó que «los no nacidos no pueden considerarse en nuestro ordenamiento constitucional como titulares del derecho fundamental de la vida». O sea, donde dije «digo» digo «Diego». Que ésta, al fin, es la misión asignada al mencionado Tribunal: una misión, en verdad, depauperada y sórdida, como la del sicario a quien le toca «justificar» los crímenes de su amo; para lo cual no vacila en seguir al dedillo la doctrina establecida por Groucho Marx: «Estos son mis principios; si no le gustan, tengo otros».
El aborto sólo podrá detenerse si se logra una verdadera «metanoia», un cambio o conversión social; y ese cambio no lo «producirán» las leyes, ni mucho menos el teatrillo de marionetas de los togados. Con el aborto entronizado como derecho sólo acabará el testimonio contagioso de las personas que acojan amorosamente la vida, que prediquen con el ejemplo teniendo hijos y mostrando a sus contemporáneos el inmenso bien que esos hijos traen al mundo; provocando, en fin, entre sus contemporáneos envidia (sana envidia) de ese bien que a ellos les falta. Esto mismo fue lo que hizo un patricio llamado Filemón, hace veinte siglos, acogiendo como un hermano a su esclavo Onésimo, en una sociedad que había encumbrado la esclavitud a la categoría de derecho: sembrar la semilla de una conversión social.
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