En las últimas semanas se ha dado un interesantísimo y poco frecuente debate en torno a la aportación de los intelectuales católicos en el espacio público, a cuenta de dos estupendos artículos que han circulado por internet con inusitada presteza.
Firmaba el primero, en El Mundo, Diego S. Garrocho, joven vicedecano de la Facultad de Filosofía de la Autónoma de Madrid. “¿Dónde están los cristianos?”, se preguntaba incisivo en el título. La réplica, no menos lúcida, se la daba en The Objective Miguel Ángel Quintana Paz, que además de columnista es profesor de Ética y Filosofía en la pucelana universidad Miguel de Cervantes. Dos primeros espadas en lo suyo, vaya.
Me ahorro los pormenores de la discusión, que no ha tenido nada de bizantina, porque ReL ya los ha sintetizado en este artículo (pincha aquí). Y no solo ReL, también otros digitales de contenido católico se han hecho eco del lance, con firmas como las de Fernando de Haro o José Francisco Serrano Oceja. Un lance tan poco frecuente en nuestro catolicismo cultural, yermo de ideas frescas y provocadoramente ortodoxas, que confirma de hecho las tesis de ambos autores. A saber, que la participación del pensamiento cristiano es hoy prácticamente inexistente, o al menos resulta irrelevante, en la construcción del presente y del futuro de nuestra sociedad.
Por supuesto, en esa corrala global que son Twitter y Facebook se le ha dedicado un generoso número de comentarios y retuits a la polémica. Aunque en este caso, como en casi cualquier otro cuando hablamos de las redes, al final lo de menos ha terminado por ser el debate de fondo porque los comentaristas parecían más interesados en sus propios mensajes y en las réplicas y contrarréplicas de otros usuarios. Especialmente cuando estas mostraban cierto ingenioso gracejo.
Ese ejercicio de narcisismo y mordacidad propio de las redes sociales no es nada original. Hoy en internet ocurre lo que en los teatros de antaño o en los estadios deportivos antes de la pandemia, esto es, que las opiniones de partido, vocingleras, vivarachas y socarronas son más celebradas que los sesudos argumentarios.
Pero he aquí que tal vez haya sido esa aportación bullanguera y bronca de las redes la que mejor ha retratado el problema de fondo. Más aún, puede que sea la que esconda la solución que ni Garrocho, ni Quintana, ni Haro ni Oceja parecen encontrar. Porque al catolicismo actual no le faltan, como ellos sostienen, intelectuales ni terminales mediáticas. Lo que hoy nos faltan son memes. O mejor dicho: Espíritu Santo y memes.
Antes de que deje usted de leer, permítame explicarme.
Como muy bien han entendido los mejores teóricos de la comunicación del siglo XX, desde el católico McLuhan hasta el comunista Gramsci, la mejor forma de influir en el pensamiento y en el corazón de las masas es a través del entretenimiento. Un entretenimiento que, aunque sea con el disfraz de la frivolidad, tenga la capacidad de trasladar mensajes potentes de un modo accesible, sencillo y hasta divertido. Un par de ejemplos: hoy, una serie de Netflix, el programa La Resistencia de David Broncano, o cuatro influencers de TikTok tienen infinitamente más incidencia en la conformación del pensamiento y del comportamiento general que la suma de los artículos de los periódicos más leídos, la producción literaria anual de las editoriales católicas y los seminarios de nuestras universidades juntas. Al lado de lo que una temporada de Sálvame y La que se avecina han influido en España, la colección íntegra de cartas pastorales firmadas por nuestros obispos en los últimos 40 años puede compararse con lo que afectan a la final de la Champions las instrucciones de un mueble de Ikea: tal vez alguien se siente en un taburete Ingolf a ver el partido, pero para la mayoría es algo prescindible e inútil.
Claro está que desde una perspectiva estratégica son necesarios todos esos debates de ideas que moldean la cultura en su sentido más amplio y que abren el camino a las reformas políticas, pero lo que de verdad resulta imprescindible para influir en la sociedad es que esas claves filosóficas, antropológicas e ideológicas de altos vuelos sean traducidas al lenguaje popular. Y hoy, el román paladino son los memes, las series de televisión y de Amazon Prime, los youtubers y tiktokers, los programas como Mask Singer o Masterchef. De hecho, cuanto más trascendente es un asunto, más apremiante nos resulta la necesidad de que algún avispado lo convierta en meme, porque mientras nos da pudor compartir un artículo periodístico, y leer una revista filosófica nos sea totalmente ajeno, ¿quién no está dispuesto a reenviar por WhatsApp un mensaje irónico y chispeante que apoye nuestras tesis mientras arranca una sonrisa socarrona?
La labor de ingeniería social que ha llevado a cabo la pinza entre el marxismo cultural y el liberalismo capitalista habría sido inviable si no hubiese estado articulada por una ingente cantidad de productos audiovisuales ligeros, entretenidos, atrayentes... y nada inocuos. Esa es la razón por la cual los grandes grupos de pensamiento occidental se lanzaron hace décadas a financiar no solo laboratorios de ideas, think-tanks y lobbys de presión política, sino también y sobre todo cadenas de televisión y productoras audiovisuales que transmitiesen sus postulados ideológicos a través de comedias y series de ficción, programas de late night y películas de cine demoledoras en lo moral, pero de excelente factura técnica. Fueron ellos los que acuñaron el témino "infoentretenimiento", que hoy, por ejemplo, usa Rosa María Mateo para defender el programa del ultraprogre Jesús Cintora en TVE.
En contra de lo que dicen Garrocho y Quintana, el catolicismo actual tiene exponentes de intelectualidad y profesionalidad mediática y académica de una altura, si no mayor, al menos sí equiparable a los que se encuentran en el mundo secular. Y aunque no sea más elevado que en otras épocas de la Iglesia, desde luego, tampoco es mucho menor. Donde estamos en clara desventaja, por nuestra propia incomparecencia, es en el frente del espectáculo. ¿No es posible apostar por formatos familiares, divertidos y hasta formativos, que trasluzcan y traduzcan hábilmente la visión católica del mundo sin desdibujar la sonrisa? ¿No hay católicos ingeniosos capaces de crear nuevos formatos, o al menos copiar los que ya funcionan, sin pagar el peaje de lo políticamente correcto o de la cursilería meapilas?
El mundo se desangra por muchos frentes, y la Iglesia parece que no da abasto a taponar tantas hemorragias. Sin embargo, renunciar a iluminar con el Evangelio y el Magisterio la batalla de las ideas que hoy se libra –literalmente– a vida o muerte, es un acto suicida y cobarde, que condena a la oscuridad y a la apostasía a la gran mayoría de nuestros contemporáneos. Personas, no masas, para con las que tenemos como cristianos una responsabilidad que habremos de saldar al comparecer ante Dios. A diferencia de los marxistas y los liberales, a los católicos no debería movernos a la conquista del espectáculo el deseo de engrosar nuestras filas y nuestras economías, sino el celo por salvar almas y cumplir con el mandato de evangelizar hasta los confines del mundo.
Por desgracia, nos hemos quedado con las páginas del Evangelio en las que Cristo sana a los enfermos y da de comer a los hambrientos, en las que habla para los suyos o en las que discute con escribas y maestros de la ley... y hemos obviado el nítido camino que nos marca cuando habla para las gentes sencillas (¡sin edulcorar su mensaje!), en las que busca la máxima audiencia incluso subiéndose a una barca, o en las que tira de parábolas para que todo el mundo se entere de cómo es el Reino.
Algunos dirán que esta ausencia mediática nace de un complejo de inferioridad, o de falta de talento. Podría ser. Pero pienso que más bien surge de una acentuada falta de fe, de nuestra ausencia de celo apostólico, de nuestra indocilidad a los influjos del Espíritu Santo. Y, sobre todo, del descuido que durante las últimas décadas hemos vivido en la Iglesia en todo lo relativo a la vivencia de los sacramentos –despojados de su grandeza y misterio para convertirlos en una reunión plagada de ñoñadas–, a la oración personal –suplantada por la espiritualidad new age– y a la adoración eucarística, primero y principal motor de la vida de la gracia.
Como Dios es fiel y no nos abandona, durante esas décadas de desierto apostólico y espiritual ha preservado primero, e incrementado después, entre un reducido grupo de católicos, el hambre y el cultivo de esas realidades espirituales que tomaron cuerpo en Belén. A veces, todo sea dicho, sin contar con el aliento (y a veces, hasta con la oposición) del clero, de la vida religiosa y del episcopado. De entre ese reducto de católicos comprometidos, audaces y abiertos a la acción del Espíritu, algunos ya se han lanzado a evangelizar el mundo desde un muy rudimentario infoentretenimiento. Y gracias a ellos, hoy proliferan, en tímido despertar, iniciativas más o menos conseguidas y meritorias, pero que no pasan de ser como un disgregado ejército de Pancho Villa.
La pregunta que nos apremia, y cuya respuesta esconde la solución al problema planteado por Garrocho, Quintana y compañía, no es dónde están los intelectuales cristianos. Es quién reunirá esas iniciativas mediáticas dispersas, para que sean capaces de trasladar las grandes ideas del cristianismo al público, y lanzar al mundo, a veces de forma sutil y otras de forma expresa, el mensaje evangelizador, netamente cristiano, sin gazmoñerías ni politiqueos, que nuestra generación está necesitando a gritos.