La Encarnación de Jesucristo nos revela la profundidad del amor que Dios nos tiene y nos impulsa a responder como María, acogiendo la vida con asombro, reconociendo la dignidad de cada persona amada de modo infinito e incondicional por Dios y cuidando especialmente a los que poseen una vida más vulnerable, débil o marginada.
El amor cuida la vida es el lema con el que se celebra el 25 de marzo –solemnidad de la Anunciación del Señor– en la Jornada por la Vida. El mensaje de los obispos para esta jornada nos recuerda que “la Iglesia es consciente de que el amor se debe poner más en las obras que en las palabras, ya que, repetir palabras de amor sin que de verdad cambie algo en la vida es un modo de falsearlas”. Los cristianos estamos llamados a manifestar ese amor. Es el mismo San Juan quien declara que «nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él» (1 Jn 4, 16). Dios ha hecho suyo, por amor, todo lo que el ser humano vive, y desea comunicarle lo más grande: «He venido para que tengan vida y una vida abundante» (Jn 10, 10). Cristo, al resumir así su propia misión, no ignora el dolor y el abandono de muchas personas. Más bien es esta debilidad humana la que le impulsa a manifestar su amor. Conocer esta verdad del corazón de Cristo nos obliga a reconocer que: «La misericordia es la viga maestra que sostiene la vida de la Iglesia (…). La credibilidad de la Iglesia pasa a través del camino del amor misericordioso y compasivo» (Francisco, bula Misericordiae Vultus, n. 10).
Hemos de esmerarnos especialmente con «los pequeños», es decir, los más necesitados por tener una vida más vulnerable, débil o marginada. Aquellos que están por nacer y necesitan todo de la madre gestante, aquellos que nacen en situaciones de máxima debilidad, ya sea por enfermedad o por abandono, aquellos que tienen condiciones de vida indignas y miserables, aquellos aquejados de amarga soledad, que es una auténtica enfermedad de nuestra sociedad, los ancianos a los que se les desprecia como inútiles, a los enfermos desahuciados o en estado de demencia o inconsciencia, a los que experimentan un dolor que parece insufrible, a los angustiados y sin futuro aparente. Hemos de reconocer a Cristo sufriente en estas nuevas formas de pobreza y fragilidad. La Iglesia está llamada a acompañarlos en su situación para que llegue hasta ellos el cuidado debido que brota de la llamada a amar de Cristo: «Haz tú lo mismo» (Lc 10, 37).
El Evangelio de la vida debe iluminar el sentido de vivir desde el amor. Esto es, reconocer los bienes relacionales, espirituales y religiosos de nuestro existir. Aparece la necesidad de no dejar solo al enfermo, de establecer una relación íntegra con él. Esto incluye el deber de curar esa enfermedad tan grande de nuestra sociedad que es la de la soledad y el abandono.
Somos testigos verdaderos de ese Dios amante de la vida, precisamente porque somos capaces de transmitir una esperanza. Creer en ese amor saca del ser humano lo mejor de sí mismo y le permite superar los obstáculos. El amor a la vida en todas sus manifestaciones es la respuesta primera al don que todos hemos recibido en nuestra existencia y que nos une por eso en un mismo camino donde Cristo es el dador de vida, precisamente desde la cruz. Nadie en la comunidad eclesial puede sentirse ajeno a esta llamada tan directa y amorosa por parte del Padre Dios.
Mostremos el gozo que nace de Dios, de esa alegría que conocemos al vivir la fe en un Dios que es amor y que nos hace evangelizadores apasionados, para buscar a los necesitados de amor, entre las multitudes sedientas de Cristo.
Contemplando la Encarnación del Hijo de Dios, que, al hacerse hombre, ha entrado en comunión con cada uno de nosotros, comprometiéndose con un amor indisoluble, le pido al Señor que amemos por encima de todo la vida que él nos ha dado, y a María saber acogerla como el don más valioso, y, con una mirada profunda, valorar todo lo humano, para ofrecer a la sociedad el camino de su propia dignidad. Que todos nosotros, que hemos conocido y creído en el Amor de Dios, seamos servidores de la dignidad de cada persona y construyamos una sociedad que supere la cultura de la muerte y del descarte.
Publicado en el Blog del Obispo Zornoza.