El evangelio de Lucas nos sigue narrando ese viaje, sube que sube hacia Jerusalén. Jesús, como enviado del Padre, había venido para traer a los hombres un modo nuevo de vivir y convivir entre ellos y ante Dios, que luego el pecado frustró. La vida humana se convirtió compleja y hostil, muy lejana del proyecto amoroso de Dios que nos la ofreció como un camino armonioso e inocente. Sin embargo el pecado, no pudo arrancar del corazón humano el inmenso deseo de habitar un mundo de belleza y de hacer una historia bondadosa. Pero la crónica diaria restregaba al hombre la incapacidad de realizar ese camino por el que en el fondo su corazón seguía latiendo. Jesús vino para responder a ese drama humano, rompiendo el fatalismo de todos sus callejones sin salida. La venida de Jesús es la llegada del Reino de Dios, el comienzo de la posibilidad para los hombres, de ser verdadera y apasionadamente humanos, el inicio de esa otra historia en la que coinciden los caminos de Dios y los del hombre. No obstante, el Señor no ha querido realizarlo todo ni realizarlo solo. Por eso, consciente de que es mucho el trabajo y pocos los obreros, invitará a pedir al dueño de la mies que envíe más manos, más corazones, que vayan preparando la creciente llegada de ese Reino.
El Señor envía a sus discípulos a los caminos del mundo, a las casas de los hombres hermanos, para hacerles llegar el gran mensaje, el gran acontecimiento: el Reino de Dios ha llegado, ya se aproxima, está muy cerca. Y con él, se terminan todas nuestras pesadillas para dar comienzo ese sueño hermoso que Dios nos confió como tarea, y que como ansia infinita puso latente en el pálpito de nuestro herido e inquieto corazón.
Como a aquellos discípulos también a nosotros nos envía para anunciar el mismo Reino de Dios, de modo que aquello que sucedió entonces siga sucediendo. No anunciamos una paz de supermercado, una paz que se negocia y pacta como herramienta política, sino una paz que es una Vida, y un Nombre, y un Rostro concreto: Dios con nosotros, en nosotros y entre nosotros. Porque no anunciamos una paz nuestra ni la que el mundo nos puede dar, sino la que Dios nos regala y nos confía, la paz que nace de la verdad, de la justicia, de la libertad, del amor. Portadores de la paz del Reino de Dios, es lo que el Señor ha querido confiarnos como una herencia inmensa y una tarea llena de desafío e ilusión.
Comentario al Evangelio del domingo XIV del tiempo ordinario, 4 de julio (Lucas 10,112.17-20).