"Viajar es una brutalidad. Te obliga a confiar en extraños, a perder de vista lo que te resulta familiar. Estás todo el tiempo en desequilibrio. Nada es tuyo excepto lo esencial: el aire, el descanso, los sueños, el mar, el cielo y todas aquellas cosas que tienden hacia lo eterno… o hacia lo que imaginamos como tal", escribió Cesare Pavese.
 
Dos mil años antes de Cristo, en una localidad de Mesopotamia llamada Ur; un hombre ya maduro, con luenga barba de patriarca, se entretiene dando de beber a su rebaño. El sol aprieta sobremanera, mientras su mujer recibe en el interior de una tienda la visita de unos primos lejanos. Las ovejas retozan alegres y levantan una cortinilla de polvo, que la naturaleza ha tenido a bien disponer como si fuera una especie de incienso para lo que está apunto de acontecer. El hombre se apoya en su cachava y se sienta en una piedra, despreocupado, escucha una voz decir: "Sal de tu tierra y de tu parentela, y de la casa de tu padre… a la tierra que yo te mostraré".
 
El anciano queda confundido, profundamente contrariado. ¿Quién eres? ¿Qué me quieres decir?¿Por qué me habría de mover?, se pregunta. ¡Pídeme los animales más bellos de mi ganado que yo, con gusto, te los entregaré! Pero ¿salir de aquí? ¿Dejarlo todo? ¿Para qué?
 
Cuatro mil años después, en un barrio del centro de Madrid; una ola de calor convierte en un hervidero la ciudad. Los turistas más valientes ocupan los puestos dejados por locales que ya descansan en aguas congeladas de una ría de Galicia o en un atestado chiringuito de una playa de Benidorm. Sobre una cama repleta, una maleta vacía. ¡Estamos a punto de marchar! El viaje se acerca y es cuando aparece una cierta pereza. Salir a lo desconocido, exponerse a lo imprevisto, cansarse cada día… pfff ¿quién me manda a mí? Sentado en el único hueco libre de la cama, abúlico perdido, es entonces cuando recuerdo a nuestro padre Abraham.
 
"Sal de tu tierra", me digo, ¡si con esa orden empezó todo! "¡Sal! ¡corre!, ¡muévete!"... y pensar que algo tan sencillo, tan trivial, y tan complejo a la vez, es el origen de nuestra fe.
 
Viajar es, posiblemente, de las cosas más contradictorias de la vida. Es el placer propio del que se iba a Olimpia a presenciar las hazañas de los atletas. Y es, también, "pasear un sueño", que dijo alguno, y no tengo duda, como Ulises o el gran Heródoto, del Egeo a Turquía y de Atenas se fue a Tracia, Macedonia, Sicilia, Egipto, Mesopotamia y Persia. Viajar es la Ruta de la Seda, y mucho antes, el ser humano en busca de buenas tierras. Viajar es Thomas Cook, quien, en 1841, dirigió el primer viaje organizado de la historia, por cierto, para asistir a un congreso de abstemios en Loughborough. Viajar es escurrir en un lavadero a Kaváfis, Theroux, Pla, Dragó, Goethe, Twain y Reverte. Viajar es, además, el Éxodo, Pablo, Juan... y José, María y el Niño camino de Egipto.
 
Pero viajar, también, al menos no del todo, es morir un poco. Viajar es, muchas veces, una tortura autoinfligida que, en realidad, nadie te ha pedido. Viajar es desgajarse, desasirse de todo y de todos, es quedarte al albur de gentes extrañas que, en definitiva... no te quieren. Viajar es humillarte cuando pides un café... y rezas para que, con suerte, hayan entendido mal y te pongan una cerveza. Viajar es agotador, y es precisamente por eso por lo que merece tanto la pena. Viajar es recordarte que estás vivo, eso sí, con el peligro de enterarte de que tu vida es un drama; como Conrad -muerto en 1924- y su Corazón de las tinieblas. Viajar es "subir por aire", parafraseando a Orwell, en un mundo que te ahoga... ¡y de qué manera! Viajar es conmutarle la pena al agua estancada.
 
Estimados lectores, viajar, para mí, es una de las actividades más "sagradas" de cuantas hay, después, claro está, de comulgar y rezar. Hasta el punto de llegar a pensar que la pertinacia a no hacerlo, a no querer admirar la Creación, podría llegar a ser considerada "pecado de omisión", que, según el grado, es broma, veríamos si mortal o venial. Viajar para mí es una auténtica vocación, y, como tal, hay ocasiones en las que no resulta tan placentera, pero que, no queda otra, que entregarse a ella. Viajar es reconocer que hay algo allende los mares que te podría hacer crecer. Viajar no es evadirse sino recobrar la realidad. 
 
Es atarte los machos, apartar de un golpe lo superficial y reencontrarte con lo esencial: un lugar donde comer, donde dormir, lavarse… y ver, cara a cara, sin distracciones, cómo la Providencia siempre ha guiado nuestro caminar. En definitiva, viajar es desinstalarse, dejar nuestras burguesías en un cajón, es fiarse por entero de Dios, es la posibilidad de comenzar de nuevo, es vivir en una esperanza continua… y, sobre todo, y lo más importante, viajar no es huir, no es escapar de la rutina, para ser un "tonto viajado" más, como diría Bayly de Zapatero, ni siquiera es desplazarse de un lugar a otro... sino que, simplemente, es una forma de vivir
 
Porque, viajar es aprender a estar siempre dispuesto a lo que Dios quiera... especialmente, cuando lo único que quieres es llegar al hotel. Viajar es depositar en Él toda nuestra confianza, es, nada más y nada menos... que decirle sí al "sal de tu tierra"... para que luego Él sea el que se encargue... de "la tierra que yo te mostraré".
 
**Hace años, charlando con Javier Reverte, el mejor escritor español de viajes de las últimas décadas, en un momento dado, le pregunté: "Usted, Javier, ¿qué cree que deberíamos ser, turistas o viajeros?". Yo, saboreando la respuesta más romántica, le escuché decir: "Si alguien tiene la humildad de reconocer que puede haber algo distinto más allá de su país, a mí me basta, aunque sea Eurodisney... o hacerse selfies con el Manneken Pis".