El reflejo de mi espejo literario me ha conducido recientemente al encuentro con poemas del poeta y crítico angloamericano Thomas Stearns Eliot y, con el enorme peso de las desgraciadas muestras de realidad que nos rodean, no es de extrañar que el retrovisor del tiempo nos obligue a ir en busca de evocadoras y consoladoras referencias pretéritas como las halladas en su The Hollow Men [Los hombres huecos] o The Waste Land [La tierra baldía]. De huecos y vacíos, de hombres, de crueldad y destrucción, va este juego.
Son malos tiempos para la lírica, como titulaba Bertolt Brecht uno de sus poemas en 1939 o cantaba Golpes Bajos allá por 1983; malos y, peor aún, malvados en una sociedad con "árboles marchitos del patio por la tierra enferma" y "el horror del discurso de un pintor de brocha gorda" que obligaban al poeta y dramaturgo alemán a tomar cartas en el asunto dedicándose a escribir y crear el teatro dialéctico.
Y aquel teatro estaba cargado de épica, como los conciertos de las huestes de Germán Coppini o nuestras actuaciones en medio de la infame decadencia que, sin tregua ni bandera blanca que alzar, nos asola. Y a ella, a la épica, hemos de recurrir, a esa tabla de salvación que nos permita mantenernos a flote, sobrevivir, con heroicas acciones y opciones de cara a los medidos pasos que damos para mantenernos en pie ante la variopinta ruindad del presente y un nada prometedor futuro.
Así, hoy recurro a T. S. Eliot y sus poemas, a aquellos "hombres vacíos con cabezas rellenas de paja" que, en la actualidad, proliferan como inútiles gestores de la abundante problemática de un decrépito mundo.
Espiritualmente desarmados, damos continuos síntomas de rendición sin ni siquiera albergar esperanzas que, prófugas, marchan al exilio. Nos hemos convertido en un compendio de una "figura sin forma, sombra sin color, fuerza paralizada, gesto sin movimiento...", guiñapos en manos de perturbados y enajenados adultos, marionetas al servicio de temerarios e incapaces gobernantes.
"Somos los hombres huecos, somos los hombres rellenos apoyados uno en otro,
la cabeza llena de paja. ¡Ay! (...) Nos recuerdan -si es que nos recuerdan- no como perdidas almas violentas, sino sólo como los hombres huecos, los hombres llenos de serrín" (Los hombres huecos).
Y Eliot habló y escribió con conocimiento de causa como también había reflejado en The Waste Land [La tierra baldía] tras finalizar la Primera Guerra Mundial y retratar el colapso de la civilización occidental con el marchamo de la devastación y derrumbe cultural. El simbolismo de aquellos versos, por desgracia, no dista mucho de lo que acontece un siglo después en el centenario de su publicación en 1922. Indudablemente, la historia se repite; el oprobio, también, en decisiones encaminadas a que el hombre actual rompa vínculos tradicionales, se enemiste con el afecto e, incluso señalado, se aleje de Dios como anticipaba el autor bajo la solidez y fortaleza de un poema de más de cuatrocientos versos.
Aquellos pensamientos poéticos de Eliot fueron fiel reflejo de su via negativa, ese caminar activo y pasivo por las oscuras noches de nuestras almas en un intento de alcanzar la férrea disciplina espiritual a la que el escritor aspiraba en sus cuartetos, los Four Quartets [Cuatro cuartetos], de un par de décadas posteriores. De su contenido, resulta inevitable trasladarse a la poderosa mística de San Juan de la Cruz en el siglo XVI.
Y de esa "oscuridad", desgraciadamente latente en este primer cuarto del siglo XXI y con incesantes vestigios de un Mal que no se deja doblegar, profundos y tenebrosos abismos se abren ante una sumisa humanidad conducida a la miseria por errabundos timoneles.
No quedan luces, sino sombras encaminadas a no hacernos perder el obligado tránsito de la desilusión, de una errática vida humillada y manipulada por los portavoces e inductores de nuestra defunción y esa innombrable e indescriptible desgracia de la cultura de la muerte en el trayecto de La tierra baldía, poema que relata el viaje del alma a través del desierto del desconocimiento, la ignorancia, el sufrimiento, la ambición y el irrefrenable deseo de nuestras aspiraciones terrenales.
Este sentir de Eliot no difiere del de muchos de los protagonistas de una actualidad sobrepasada por los excesos a los que nos conducen el pesimismo y la negatividad. La desesperanza, ese grito desgarrado hacia Dios, no es más que un ruego, una oración que, como último recurso, brota de lo más profundo de nuestros corazones en momentos de suma debilidad, en situaciones en las que hemos de empuñar la espada contra todo demonio que desafíe nuestra paz, el bienestar interior y el de nuestros semejantes.
Este mundo de inquietantes y perturbadoras tinieblas no ha de mostrar muestras de flaqueza ante las oceánicas amenazas de sus regidores. Camuflados bajo el acrónimo de instituciones mundiales, hojas de rutas de sus agendas o el poder absoluto y su impositiva verdad, las bajas y dolorosas pasiones han de convertirse en el elemento indispensable de una merecida redención cuando se trata de salvar el concepto de la vida humana, esa amenazada por todos los frentes y fuegos a los que estamos expuestos.
"Esta es la tierra muerta, esta es tierra de cactus, aquí se elevan las imágenes
de piedra, aquí reciben la súplica de la mano de un muerto bajo el titilar de una estrella que se apaga" (Los hombres huecos).
Y, así, actúan los tenebrosos gerifaltes de nuestros designios, sin escrúpulos y con las armas de la manipulación que su posición les permite, con la exclusividad de la mentira y el pensamiento único como serpientes que, sibilinamente, te trasladan a la perdición, a la más dolorosa derrota, a ese viaje sin retorno en el que sólo los recuerdos, cada vez más vagos y distantes, nos permitirán seguir el rastro de nuestro tránsito existencial.
"Así es como acaba el mundo, así es como acaba el mundo, así es como acaba el mundo; no con un estallido, sino con un gemido" (Los hombres huecos).