Jesucristo empieza su predicación diciendo: “Convertíos, porque se acerca el Reino de Dios” (Mt 4,17). En el nº 10 de Misericordia et Misera del Papa Francisco leemos: “A los sacerdotes les renuevo la invitación a prepararse con mucho esmero para el ministerio de la Confesión, que es una verdadera misión sacerdotal”. Y es que lo específico del sacerdote son los sacramentos de la Eucaristía y de la Penitencia. Lo demás -dar clases, escribir- lo puede hacer cualquiera, pero esas dos cosas son específicamente nuestras.
Hoy, desgraciadamente, el sacramento de la Penitencia está en crisis, crisis debida a la desafección hacia este sacramento tanto de los fieles como de los sacerdotes. Tenemos que tomarnos en serio eso que absolvemos en nombre de Dios y que Dios actúa a través nuestro. Muchos están convencidos de la necesidad de confesarse a Dios, pero dudan que sea preciso confesarse a un sacerdote. Es Cristo quien nos lo manda, en Jn 20,23, pues una confesión hecha a Dios solo, en el secreto de nuestro corazón, puede ser un autoengaño y una evasión del verdadero arrepentimiento.
La presencia de un testigo de Dios y de la Iglesia nos garantiza que Dios está allí, que nos escucha y perdona, y nos permite escuchar del sacerdote la palabra liberadora de la absolución. El sacramento de la Penitencia tiene su origen por una parte en la experiencia de la realidad del pecado en el interior de la comunidad cristiana, y por otra en el convencimiento que el pecado del cristiano puede ser superado, si hay una verdadera conversión, por el poder del perdón de Dios transmitido a la Iglesia por medio de Jesús.
Por otra parte, el Concilio de Trento fue claro a la hora de establecer la necesidad de confesarse ante el sacerdote de los pecados mortales cometidos, y el Magisterio sobre la conveniencia de la confesión de devoción.
Pero hay otro problema: los fieles se acercan poco a este sacramento y, cuando se acercan, no encuentran, en muchos casos, sacerdotes. A quien corresponde romper este círculo vicioso es a los sacerdotes, quienes cuando se sientan regularmente a confesar, generalmente te dicen que, poco a poco, notan un aumento de confesiones.
Por ello los sacerdotes debemos amar este sacramento como ministros suyos y como una de nuestras tareas más importantes: "Otras obras por falta de tiempo podrían posponerse y hasta dejarse, pero no la de la confesión" (Conferencia Episcopal Española, Instrucción Pastoral Dejaos reconciliar con Dios, 82); “el confesor muéstrese siempre dispuesto a confesar a los fieles cuando éstos lo pidan razonablemente” (Ritual de la Penitencia, 10 b).
Creo que una de las mayores gracias que Dios me ha dado es que me guste confesar. La suerte de la confesión depende en gran parte de la actitud de los sacerdotes. Allí donde el sacerdote no confiesa, corre el peligro de convertirse en un trabajador social de carácter religioso. Hemos de hacer de puente entre el penitente y Dios, pero sin interponernos ni obstaculizar ese encuentro. Tengamos en cuenta que en pocos sitios es más fácil hacer verdaderamente el bien y ayudar a la conversión hacia Dios que en este sacramento, y que Dios no nos pide sino el cumplimiento de nuestro deber de modo humano. Además en la gran mayoría de los casos la gente nos busca porque podemos reconciliarles con Dios, que es lo propio de este sacramento, y devolverles la paz de la conciencia.