El sistema esclavista se fundó sobre la destrucción de la familia. Basta que estudiemos someramente las leyes romanas para que salte la evidencia: esclavo era quien no tenía derecho a formar una familia, quien podía ser separado sin titubeos de sus hijos y condenado a satisfacer sus instintos en la promiscuidad más turbia y bestial. Aquel sistema entró en crisis cuando los esclavos, por influjo del cristianismo, empezaron a preservar su dignidad, cuando se resistieron a ser separados de sus hijos y de las mujeres que los habían concebido. Y, al fundar una familia, aquellos esclavos se sintieron «enraizados» en algo; y, como siempre ocurre que los hombres se «enraízan», anhelan una tierra que los nutra y haga más firme su vínculo: así nació, como corolario natural de la familia, la noción del reparto o distribución de la propiedad.
El «Estado servil» —híbrido resultante de la coyunda entre capitalismo y socialismo— se funda sobre la misma premisa que el esclavista. Sólo que, en su propósito de esclavizar a los hombres, ya no puede arrebatarles crudamente su dignidad, como hacían los propietarios de esclavos de antaño; necesita «sobornar» su dignidad, necesita procurarles placeres anestesiantes (incluida la promiscuidad más turbia y bestial, que ya no se vive como una condena, sino como un premio), necesita garantizarles un cierto grado de bienestar material que los aborregue y someta. Pero el fundamento del «Estado servil» es exactamente el mismo que el del sistema esclavista: se trata de destruir la familia y, con ella, los vínculos de pertenencia que enraízan a los hombres. Todos los formuladores del pensamiento económico liberal coinciden en este extremo: desde Adam Smith a John Stuart Mill, pasando por David Ricardo o Malthus, consideran que la institución familiar es una amenaza para el desarrollo económico; y postulan una sociedad desvinculada, en la que las personas ya no sean inteligibles desde los vínculos comunitarios, sino «reconstruidas» como
individuos que se guían por sus actuaciones volitivas autónomas. De este modo, la moralidad se determina por la preferencia subjetiva; y la libertad es concebida como ausencia de toda constricción. Por supuesto, la familia se erige en la principal constricción para la supuesta «libertad perfecta» del sistema económico, que consiste en la implantación del trabajo obligatorio, legalmente exigible a los que no poseen la propiedad de los medios de producción, para beneficio de los que la poseen. Y en la entronización de ese «trabajo obligatorio» como máxima aspiración humana, lograda a costa de cualquier otra aspiración... sobre todo, a costa de la más humana de todas las aspiraciones, que es la de formar una familia y tener hijos.
Para su perpetuación, el «Estado servil» necesita destruir la comunidad organizada en torno a la familia, reduciéndola a una masa amorfa, sobornada y sumisa, incapacitada para otra aspiración que no sea la satisfacción de sus preferencias subjetivas. Todos los sucesivos engendros que ha ido expeliendo el «Estado servil» —feminismo, consumismo, estancamiento demográfico, etcétera—, no son sino estadios progresivos de esa labor destructiva, que alcanza su expresión más desesperada en épocas de crisis. Porque quienes han sido «sobornados» están dispuestos a sacrificar su aspiración más humana —casarse y tener hijos—, con tal de seguir disfrutando del soborno, incluso cuando el soborno se acaba, desvelando su triste y terminal condición servil.
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