¡Qué importante es la amistad! ¡Y qué importante es contar con amigos de confianza en esos difíciles momentos que, continuamente, la vida nos suele deparar!
Por desgracia, la inconsistencia y volatilidad de nuestros días nos invita a la desconfianza con el sistema que nos ampara, las instituciones que nos gobiernan o muchas de las personas que pululan por un entorno cercano al que no le faltan la toxicidad y la discordia alentadas por los encargados de agitar el avispero. Por sus intereses y comodidad, les va la vida en ello.
Y hablando de amigos, a veces he recordado a todos aquellos que acompañaron a G.K. Chesterton en el dilatado camino hacia su conversión al catolicismo hace algo más de un siglo. Entre ellos, a pesar de las enormes diferencias de carácter, cité y escribí sobre Hilaire Belloc en alguno de mis artículos. Su activismo católico, el del "viejo trueno", siempre supuso un desequilibrante plus en los precavidos y desorganizados –casi caóticos– pensamientos del bueno de Chesterton.
Sin embargo, y sin obviar la relevancia de los padres Knox, O'Connor, McNabb, Rice o Walker en su definitivo paso hacia la Iglesia de Roma, es obligado dar luz al dark horse, al tapado de un trío literario que, durante mucho tiempo, iba a ser uña y carne, indomables e inseparables como "Los Tres Mosqueteros" actuando al llamamiento de "todos para uno, uno para todos" en defensa de la fe o una versión socioeconómica opuesta a la de su época.
Si a principios del siglo XX podían haber tenido alguna diferencia sustancial, sus encuentros y vivencias proporcionaron razones para hallar puntos en común relativos a su amistad, su filosofía y, según se fueron produciendo una serie de acontecimientos de diversa índole, su inquebrantable fe católica como Sir James Gunn plasmaría en su famoso retrato The Conversation Piece con los tres amigos en torno a una mesa.
'The conversation piece [Un tema de conversación]' (1932), cuadro de James Gunn en el National Portrait Gallery. Representa a tres grandes amigos: Chesterton y Belloc, sentados, y Baring, de pie.
Maurice Baring fue el menos conocido y aplaudido del grupo y bien es cierto que el hecho de estar a la sombra de dos gigantes del calibre del dúo Chesterbelloc –así etiquetados por George Bernard Shaw– pudo haber disminuido su visibilidad como escritor a pesar de sus grandes y humildes capacidades para la literatura y la gran facilidad para los idiomas. Así, esa situación de "ostracismo" iba a injustamente traducirse en una tremenda ausencia de público reconocimiento a las habilidades de su pluma. De hecho, ateniéndonos al "nadie es profeta en su tierra", su influencia sería mayor en Francia a propósito de las fiables alabanzas de François Mauriac, Nobel de Literatura en 1952.
Algunas obras de Maurice Baring, un autor muy editado en España en los años 50 a 70.
Si Hilaire Belloc siempre fue como un hermano para Gilbert Keith, para Maurice fue como un primo hermano, su mentor religioso y referente para una conversión al catolicismo que se iba a producir el 1 de febrero de 1909, trece años antes que la de Chesterton. Oxford había sido el lugar de encuentro de Baring con su admirado Belloc, católico de cuna y estandarte de Roma que, a pesar de la hostilidad anglicana, actuaba con voz decidida y una contundente oratoria capaces de asombrar a sus adversarios literarios, políticos o religiosos.
Por otro lado, Maurice Baring había conocido a Reggie Balfour que, a su vez, iba a convertirse en el ejemplo a seguir camino de la Iglesia de Roma a finales del siglo XIX. Convencido por esa amistad y la invitación a acudir a misa del segundo, el pensamiento de Baring comenzó a tambalearse ante la ritualidad, las caras y comportamientos de los feligreses y las reminiscencias de sus profundas y asiduas conversaciones con Belloc.
Ver para creer. Aquella realidad que se abría ante sus ojos iba a ser, tal vez, el detonante de que su reservada y melancólica vida diese un giro radical ante el asombro de propios y extraños y, como el 30 de julio de 1922 le ocurriría a Chesterton, sintiera la experiencia de haber hecho algo importante con la plena seguridad de no tener que lamentarlo. Para todo ello, su poemario Vita Nuova daría fe en sus composiciones poéticas comprendidas entre 1914 y 1919 una vez que su madurez espiritual había logrado consolidarse tras el periodo de "convulsión" derivado de su sopesada conversión.
Y de esa realidad también hubo testigos de excepción, de esos amigos y amistades que, incluso cuando pintan bastos, están ahí a tu lado para brindarte su mano, darte un consejo o hacer lo que sea por ti a pesar del esfuerzo, trabajo o sacrificio que pueda conllevar.
Belloc escribiría en una carta a Charlotte Balfour que la conversión de Baring había sido algo excepcional y que los conversos estaban acudiendo como un ejército desde todas las direcciones, con la particular diversidad de cada hombre que aportaba una fuerza distinta como la de Maurice [Baring] con una asombrosa precisión mental derivada de su gran virtud de la verdad.
Indudablemente, Baring era culturalmente profundo, casi un privilegiado, debido a sus continuos viajes por Europa y el amplio conocimiento de lenguas clásicas como el latín y el griego o autores como Dante, Virgilio u Homero.
Además, su labor periodística y diplomática en el Viejo Continente le habían proporcionado habilidades para hablar danés, francés, italiano, alemán y ruso con sólo 40 años cumplidos, convirtiéndole en paradigma del hombre europeo como también proclamaría un incombustible Belloc en An Open Letter on the Decay of Faith [Carta abierta sobre la decadencia de la Fe] en 1906: "Deseo recordarte que somos Europa, un gran pueblo. La fe no es un accidente para nosotros; tampoco una imposición o un vestido; sino hueso de nuestros huesos, carne de nuestra carne, una filosofía construida por nosotros mismos y que nos construye. La hemos adornado, explicado, extendido; la hemos visibilizado. Este es el servicio que los europeos hemos hecho a Dios. A cambio, Él nos ha hecho cristianos".
Y si Belloc no pudo esconder su predilección y devoción por Baring, el propio Chesterton, con el que intercambiaría continuas misivas a propósito de las eternas dudas para su conversión del último, humildemente se rendía ante la sutileza y delicadeza de sus obras en un desafiante elogio ante la injusta negligencia de las Letras británicas al no reconocer el potencial literario de un escritor caracterizado por la luz de su fe y su cultura en una época desnuda de –como ocurre en la actualidad– compromiso religioso, saber y discernimiento.