La Cristiandad solo existe si está integrada bajo el signo de la cruz, y esto significa la disponibilidad para sacrificarse. Sin ella, no existe la cristiandad.
El cristiano debe vivir en la tensión de que no pertenece a este mundo, solo peregrina en él, y no puede construir sus premisas basándose en él. Muchos no son capaces de soportar esta tensión y claudican bajo diversas formas de justificación. Panikkar ha dejado escrito “Están malditos los que encuentran consuelo en este mundo” (La Tradición Cristiana, p. 223). Es una expresión muy dura.
Pero al mismo tiempo el cristiano no ha de apartarse del mundo, ni menospreciar a los que en él viven, ni facilitar a los no cristianos la dirección de la sociedad.
Todo esto conlleva una gran dificultad, y explica por qué unos huían del mundo, mientras otros, por el contrario, lo absolutizan, se preocupan de casar lo que dice el mundo con la verdad cristiana en sus distintas manifestaciones, a base de retorcerla e interpretarla para servir a aquel fin. Siempre ha habido quien lo ha hecho así. Fue así con la modernidad, con el marxismo, como ahora lo es con la perspectiva de género. Es una tensión que existe -como escribe Panikkar- desde que existe la Torre de Babel como símbolo.
En contra de lo que algunos pretenden que creamos, la autonomía de lo temporal no significa independencia, vida aparte. Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios significa armonía y no contraposición entre ambos conceptos. No que Dios no tenga nada que decir al César, porque esto significaría deificar el estado, que en realidad es lo que ha ocurrido en mayor o menor medida. El César no queda fuera del marco de referencia de lo creado por Dios, ni de su Ley y mandatos. Ni de la historia, que tiene a Dios como Señor. La cuestión de fondo es otra: cómo se lleva a cabo sin incurrir en la teocracia, que significaría la gestión política de la Iglesia de las cosas del mundo, lo cual es obviamente un sinsentido para el cristiano.
Y es que Jesucristo ciertamente es la verdad y el camino, pero es una verdad que no se puede imponer, sino proponer; radica en la conciencia de cada uno. En el ámbito de lo colectivo, de lo público, también significa que no se puede negar, ni impedir que se proclame y se viva de acuerdo con la verdad de Cristo.
Todo esto conduce a la tarea de rehacer el marco de referencia de la razón objetiva, que el mundo occidental ha destruido, sustituyéndola por la razón instrumental, la subjetividad sin límites como norma y la realización del deseo como hiperbien.
¿Jesús separó su mensaje de la política? No, claro que no. Lo que evitó es que se concibiera como un partido concreto, como el partido local del judaísmo mesiánico enfrentado a Roma. Pero la política es una concepción mucho más amplia. Escribe Aristóteles: la Ciudad no consiste en la comunidad de domicilios, ni en la garantía de derechos, ni en las relaciones mercantiles. La Ciudad es la comunidad en el bien para alcanzar una existencia humana virtuosa. La política es eso. Y eso solo es alcanzable con plenitud en Jesucristo, porque la vida virtuosa no existe, o es muy improbable fuera de Él.
No está escrito en ninguna parte que el reino de Dios no se instaurará algún día. Lo único que es evidente es que no es cosa nuestra conocer los tiempos o el momento que el Padre se reservó para su poder. Nuestras vidas no son ajenas a este reino. Es más, cuando Jesús habla en los términos que contiene el Sermón de la Montaña, ofrece al mundo unas posibilidades muy grandes, escribe Guardini en El Señor. Dice: todo tendía al advenimiento del Reino de Dios, y cuando Jesús dice que está cerca, significa realmente que está cercano. Por parte de Dios -sigue diciendo-, existía la posibilidad de que se realizaran las profecías sobre el mundo nuevo. La potencia del Espíritu lo habría transformado todo engendrando una existencia verdaderamente santa. Los preceptos del Sermón de la Montaña se dictaron visando esta posibilidad. Los hombres a los que se dirigían estaban destinados a realizar esta transformación. Pero no acogieron el mensaje salvo unos pocos. La mayoría, especialmente las elites dirigentes de aquel pueblo, lo rechazaron primero, para condenar después a quien había proclamado la buena nueva. Los responsables, sumos sacerdotes, y el sanedrín, sacerdotes y escribas, debían haberlo acogido y no lo hicieron. Pero esto no sucedió y la redención no se realizó mediante una explosión de fe, sino por la Cruz de Jesús, un sacrificio expiatorio. Desde aquel momento, la Redención no se concreta en una civilización del amor (Isaías 11, 1-9) sino en una pugna contra el mal, que hace que en demasiadas ocasiones lo que obtiene el hombre de progreso por una parte lo pierda por otra.
El reinado social de Jesucristo puede parecer una expresión preconciliar. No lo es si atribuimos al reino no una idea de “régimen” político sino de jerarquía. Y sigue siendo así, porque el principio doctrinal del “reinado social de Cristo” significa que la construcción de la sociedad humana no podrá alcanzar sus propios fines naturales sin ser ordenada a Jesucristo, Creador y Salvador. Él es el Alfa y la Omega, afirmamos; pues bien, las palabras tienen consecuencias. Joseph Ratzinger escribió una evidencia en Memoria e identidad: “Un Dios que no tiene poder es una contradicción en los términos”. Juan Pablo II dijo: “A Él le están sometidas todas las cosas hasta que Él se someta al Padre junto con todo lo creado para que Dios sea todo en todo”.
La doctrina del reinado social de Cristo fue establecida y enseñada por Pío XI en la encíclica Quas Primas de 1925, pero antes otros Papas, por ejemplo, León XIII en la encíclica Immortale Dei, señalaron lo mismo: es una doctrina que pertenece a la tradición de la Iglesia. Nos lo dice Francisco en Evangelii Gaudium: “No es lo mismo tratar de construir el mundo con su Evangelio que hacerlo sólo con la propia razón” (n. 266). Y antes Benedicto XVI, la última vez el 19 de enero de 2012: “No existe un reino de cuestiones terrenas que pueda sustraerse al Creador y a su dominio”. Y Juan Pablo II en la homilía de su primera Misa como Pontífice: “¡No temáis! ¡Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo! Abrid a su potestad salvadora los confines de los Estados, los sistemas económicos y los políticos, los extensos campos de la cultura, de la civilización y del desarrollo. ¡No tengáis miedo! Cristo conoce «lo que hay dentro del hombre». ¡Sólo Él lo conoce!”.
El cuerpo doctrinal del concilio y del Catecismo de la Iglesia Católica lo refiere. Este último en el punto 2105, donde se reitera “la realeza de Cristo sobre toda la creación y, en particular, sobre las sociedades humanas”. La constitución Lumen Gentium dice que los laicos deben “ordenar los asuntos temporales según Dios”. El decreto Apostolicam actuositatem enseña que corresponde a los laicos “llenar de espíritu cristiano el pensamiento y las costumbres, las leyes, y las estructuras de la comunidad en que uno vive” (n. 13). Todas estas formulaciones solo se pueden realizar en el reinado de Cristo.
No es un concepto piadoso, sino el horizonte de sentido sobre el que trabajar en el mundo. Solo su dificultad y la comodidad ha conllevado a situarla en un tercer plano, en casi un olvido, que permite recitar la oración de la noche de Pascua sin atribuirle ningún efecto sobre la vida humana y por tanto social. Si definimos que el ser humano es social por naturaleza, ¿cómo se puede pensar que el reinado de Jesucristo es solo algo propio de la interioridad y no tiene dimensión social?
La doctrina social de la Iglesia, es decir la propuesta para la construcción de la sociedad civil, se basa en ello. León XIII, en la Rerum novarum, escribió que la cuestión social es “un problema cuya solución aceptable sería verdaderamente nula si no se buscara bajo los auspicios de la religión y de la Iglesia” (n. 12). En Centesimus annus, Juan Pablo II confirma esta enseñanza: “Como entonces, hay que repetir que no existe verdadera solución para la «cuestión social» fuera del Evangelio” (n. 5).
La Doctrina Social de la Iglesia, sin el reinado social de Cristo, es un manual de buenas prácticas. Lo advierte Juan Pablo II: “La doctrina social tiene de por sí el valor de un instrumento de evangelización: como tal, anuncia a Dios y su misterio de salvación en Cristo a todo hombre y, por la misma razón, revela al hombre a sí mismo. Solamente bajo esta perspectiva se ocupa de lo demás” (Centesimus annus, n. 54).
Lo dice la Caritas in veritate de Benedicto XVI: “La adhesión a los valores del cristianismo no es sólo un elemento útil, sino indispensable para la construcción de una buena sociedad y un verdadero desarrollo humano integral” (n. 4). ¿Cómo podría Dios ser sólo útil y no indispensable? ¿Y cómo podría ser indispensable, sin expresar una realeza sobre las cosas temporales? Por eso la declaración Dignitatis humanae del Vaticano II afirma que “existe un deber moral de los hombres y de las sociedades para con la verdadera religión y la única Iglesia de Cristo” (n. 1). No nos engañemos, lo que sucede es que nuestro cristianismo se ha debilitado tanto que ya no nos atrevemos a hablar en estos términos, y reinventamos sucedáneos pobres porque le tememos a la Cruz y renunciamos a las Bienaventuranzas. Y esto no significa procurar la lucha del carnero, testuz contra testuz. El Señor nos dijo algo concreto sobre no darles perlas a los cerdos. Pero este sentido de la prudencia no comporta el silencio o la manipulación de la verdad de Jesús, sino actuar de acuerdo con el sentido de la oportunidad, de acuerdo con la virtud de la prudencia, que enseña a elegir el mejor medio para el fin que se persigue, aunque algunos lo confundan con lanzarse a la piscina y salir seco de ella. La capacidad para escoger el mejor camino para conseguir el fin.
Y es sobre las vías de cómo conseguirlo donde en todo caso está el debate, pero no en el fin, la acción para instaurar el reinado social de Jesucristo.
Publicado en Forum Libertas.