En torno a la respuesta de la Congregación para la Doctrina de la Fe sobre la posibilidad de bendecir uniones de personas del mismo sexo.
Al resucitar, Jesús ofreció al Padre su sacrificio de alabanza o bendición. Y luego ascendió al cielo bendiciendo a sus Discípulos (Lc 24,50). De este modo la Pascua recapitula en sí toda la creación, pues también en el Génesis Dios concluye con una bendición (Gén 1,28). Dios bendice, es decir, capacita a su obra para que reciba la fecundidad del manantial que brota de Él. Declara así que estará presente y activo en la creación semana a semana, mes a mes, año tras año. Luego, en la plenitud del tiempo, la Iglesia surgirá como el espacio que Cristo glorioso abre para que nunca se acabe esta fecundidad creada, y en este espacio se pueda generar, no ya solo la vida de esta tierra, sino la vida plena y para siempre.
A finales del febrero pasado, la Congregación para la Doctrina de la Fe respondía a la pregunta sobre la posibilidad de bendecir a uniones entre personas homosexuales. No es extraño que lo hiciera negativamente –la sola duda habría resultado escandalosa hace solo dos o tres décadas. Lo que extraña es la abierta reacción contraria que ha suscitado en la Iglesia. Teólogos, asociaciones, revistas, incluso algún cardenal, han considerado que la respuesta es errónea y piensan que pronto habrá que cambiarla. ¿Cómo es de grave esta situación?
Para responder es necesario, primero, volver al fundamento. Bendecir, decía, tiene que ver con el proyecto creador del Padre. El libro del Génesis asocia la bendición con el culmen de la obra divina, al formar al hombre y a la mujer y llamarlos a ser una sola carne. De esta unión nace el hijo, culmen de bendición divina, desde donde se narra luego toda la historia de la salvación, abierta a la esperanza del Mesías. Toda bendición de Dios, antigua y nueva, pasa, por tanto, por acoger el lenguaje de la diferencia masculino-femenino. Aceptando este lenguaje, que hombre y mujer no han creado, se abren a la presencia y acción del Creador en la vida de ellos.
Algunos tipos de unión entre hombre y mujer, como el adulterio o la poligamia, se apartan del orden creatural. En ellas la relación del hombre y la mujer no es adecuada para recibir la bendición divina. Les faltan elementos estructurantes para custodiar el amor y para transmitir dignamente la vida. Con más razón falta esta estructura a la unión homosexual estable, que pretende compararse al matrimonio. Pues ahora se niega el papel constitutivo de la misma relación hombre-mujer, oponiéndose de este modo al designio originario de Dios. Por eso, según san Pablo, justificar los actos homosexuales es consecuencia de negar la visibilidad de Dios en su obra creada (Rom 1,18-32).
Y así comprendemos lo que hay en juego en este debate. Está en juego, en primer lugar, la confesión de Dios como Creador. Se difunde hoy la idea de que la inclinación sexual que cada uno siente es un don de Dios, que nos ama como somos. Dios, de este modo, queda en el origen del propio sentimiento, pero ya no el en origen del propio cuerpo, con su dimorfismo sexual. Se niega así la presencia de Dios en la exterioridad del cuerpo, es decir, en su capacidad para ponerme en relación con los otros, más allá de mí mismo. Pero si Dios es ajeno a esta esfera de mi persona, entonces es un Dios que no puede dar unidad al mundo, es decir, que no puede ser el Creador de este mundo. Dios puede actuar, si acaso, en lo íntimo del sentir, pero no en las relaciones que nos sacan de nosotros y entretejen la vida común.
Sale a la luz así un segundo elemento que está en juego: la condición relacional de la persona humana, que nace del amor y está llamada al don de sí. Notemos que, como argumento contra este Responsum objetan algunos críticos que Dios puede bendecir los elementos positivos de estas uniones homosexuales. Se olvida que los elementos de la relación forman parte de un todo, y que el valor de cada parte se juzga según ese todo. En una casa en ruinas hay muchos elementos positivos, pero no se puede habitar en ella, como no se puede navegar en un barco que hace agua. Otros críticos aseguran que la bendición es posible, porque la unión homosexual puede estar en un camino hacia la conversión, y la bendición de Dios la ayuda a avanzar hacia allí. Pero quienes pueden ponerse en camino en este caso son las personas (a quienes la Congregación para la Doctrina de la Fe se refiere en todo momento con sensibilidad y respeto), no la unión misma ni la práctica homosexual, cuyo dinamismo no está orientado hacia la diferencia sexual, sino hacia su negación.
Se trata de objeciones hechas desde el individualismo, que no entienden que el Creador no ha plasmado solo individuos, sino también un orden fecundo de relaciones entre ellos. Es esta condición relacional de la persona la que confiere a la sexualidad su misterio y su camino. La sexualidad toca a lo más hondo de la persona, porque de ella proviene nuestra vida, y en ella se abre la capacidad de donar a otros la vida. Esta visión de la sexualidad implica que se comprenda a la persona desde su origen, como alguien que se ha recibido de otros; y también desde su capacidad de generar vida en otros. Robar a la sexualidad de este sentido supone promover un hombre cuyo origen está en él mismo, un hombre que se autogenera, y que además es incapaz de agrandar en otros su propio porvenir.
Finalmente, está en juego también la misma fe en la Encarnación del Verbo. Algunos piensan que la insistencia de la Iglesia en temas de sexualidad es un escollo para la evangelización. Pero la evangelización, o pasa por la carne de las personas, o no evangeliza a Jesucristo, Palabra encarnada. El Señor ha asumido la carne, nacida de generación en generación, y ha recuperado su lenguaje originario. Si la carne sexuada no tuviera esta capacidad para unirnos tan hondamente entre nosotros y con Dios, no habría podido el Hijo de Dios, al asumir la carne, asumir nuestra vida; ni habría podido tampoco transformar la carne para que nos transmitiera la salvación. Según la antigua tradición patrística y medieval, Adán y Eva confesaban ya en cierto modo la fe en la Encarnación, precisamente a partir de la unión de ellos en una sola carne. Pues experimentaban allí la apertura de su promesa hacia la plenitud de la comunión entre ellos y con el Creador.
Lo que está en juego es mucho, por tanto: sea la implicación del Creador en la vida humana, sea la definición del hombre desde los dones y las promesas del Creador, sea la confesión de Cristo como aquel que lleva a plenitud todo lo humano.
Pero ante esta gran amenaza, el tiempo de Pascua nos da como antídoto una gran esperanza, que nace precisamente de la bendición del Resucitado. La bendición nupcial, dice la liturgia, es la única que no fue abolida tras el pecado. El Resucitado la retoma y engrandece, al resurgir en su verdadera carne. Por eso podrá instituir el sacramento del matrimonio, uno de los pilares de la Iglesia, y podrá abrir también el camino de la virginidad, que anticipa la plenitud del cuerpo en el mismo Dios. En juego en este debate se encuentra, podemos concluir, la misma esperanza cristiana, que pasa por la capacidad generativa de la carne. De esta esperanza tienen hoy la Iglesia y la sociedad más necesidad que nunca. Conociendo las amenazas que surgirían contra la fe en la redención de la carne, Jesús nos dijo: “Que no se acobarde vuestro corazón” (Jn 14,27). Pues hasta el final del tiempo resonará, en el Espíritu, la voz de la Esposa que llama al Esposo: “¡Ven!” (Ap 22,17). Entre tanto, la Iglesia tiene la misión de confirmar en esta esperanza a todas las personas y familias, a las que el Señor llama a su seno.
José Granados es superior general de los Discípulos de los Corazones de Jesús y María.
Publicado en el portal de la diócesis de Alcalá de Henares (Madrid).