Aunque no hemos de cerrarnos ni a la investigación ni a los avances científicos, cuando hablamos de embriones estamos hablando de seres humanos a los que no podemos considerar simplemente como medios para conseguir otros fines y en consecuencia “la investigación médica debe renunciar a intervenir sobre embriones vivos, a no ser que exista la certeza moral de que no se causará daño alguno a su vida y a su integridad ni a la de su madre” (Instrucción de la Congregación para la Doctrina de la Fe Donum Vitae [IDV] del 22 de febrero de 1987, I,4), ya que “la experimentación no directamente terapéutica sobre embriones es ilícita” (IDV I,4), por lo que “utilizar el embrión o el feto, como objeto o instrumento de experimentación, es un delito contra su dignidad de ser humano” (IDV I,4).
Y por supuesto “es inmoral producir embriones humanos destinados a ser explotados como 'material biológico' disponible” (IDV I,5), cosa también prohibida por el art. 18, 2 del Convenio de Oviedo. “Resulta obligado denunciar la particular gravedad de la destrucción voluntaria de los embriones humanos obtenidos in vitro con el solo objeto de investigar” (IDV I,5).
Estos experimentos han llevado a la superproducción de embriones, que son congelados y condenados a un destino incierto, embriones sobrantes cuya producción es ciertamente inmoral, aunque se trate de uno solo: “La misma congelación de embriones, aunque se realice para mantener en vida el embrión –crioconservación-, constituye una ofensa al respeto debido a los seres humanos, por cuanto les expone a graves riesgos de muerte o de daño a la integridad física, les priva al menos temporalmente de la acogida y de la gestación materna y les pone en una situación susceptible de nuevas lesiones y manipulaciones” (IDV I,6). Sin olvidar que la crioconservación, según los datos que nos ofrece la biología, no puede ser prolongada indefinidamente, por lo que los estados suelen legislar el tiempo de su finalización y destino. La defensa de la congelación puede servir también para debilitar la conciencia de que se está obrando injustamente y, de ese modo contribuir al aumento de embriones congelados.
San Juan Pablo II, en su discurso del 24 de mayo de 1996, apeló “a la conciencia de los responsables del mundo científico y de modo particular a los médicos, para que se detenga la producción de embriones humanos, teniendo en cuenta que no se vislumbra una salida moralmente lícita para el destino humano de los miles y miles de embriones congelados”. Hay que recordar también que “la vida humana tiene un valor intrínseco y absoluto en todas las etapas de su desarrollo, y no debería ser utilizada en ningún caso como materia prima. Un buen fin no justifica el uso de cualquier medio. El rechazo por razones morales y antropológicas de la utilización de embriones humanos y de células madres embrionarias no constituye un ataque a la ciencia. Se trata de asegurar que la ciencia no entre en conflicto con los derechos del hombre”.
Además, no hay que olvidar que sólo el reconocimiento afectivo y efectivo de la dignidad inviolable de los más disminuidos y vulnerables (embriones humanos, discapacitados graves, enfermos mentales, ancianos, etc.) asegura el reconocimiento de la dignidad de todos en todas las circunstancias.
Pero ¿qué hacer con estos embriones sobrantes y abandonados? Para el Comité Ejecutivo de nuestro Episcopado, en nota del 25 de julio de 2003, el mal menor, es decir la menos mala de las soluciones posibles, consiste en dejarles morir con dignidad, pues proceder a su descongelación “es permitir que la naturaleza siga su curso, es decir que se produzca la muerte": "Dejar morir en paz no es lo mismo que matar”, no siendo desde luego moralmente equiparable matar y dejar morir. Además es “necesario evitar que vuelva a producirse una nueva acumulación de embriones congelados”.
Estos “embriones que han muerto, al ser descongelados en las circunstancias mencionadas, podrían ser considerados como 'donantes' de sus células, que podrían ser empleadas para la investigación en el marco de un estricto control, semejante al que se establece para la utilización de órganos o tejidos procedentes de personas que los han donado con este fin”.
En el mismo documento se rechaza la postura de aquellos para quienes el mal menor sería su utilización con fines de investigación, con el argumento de que para dejarlos morir, más vale que sirvan para salvar vidas humanas, solución que tiene los inconvenientes de provocar su muerte y utilizar como simples medios a seres humanos. El llamarles a estos embriones preembriones no parece sino “una ficción lingüística que oculta el hecho de la continuidad fundamental que se da en las diversas fases del desarrollo del nuevo cuerpo humano”, pues en ellos hay indiscutiblemente vida, que en buena lógica es vida humana. Este término “preembrión”, es utilizado en la Ley española 14/2007 de Investigación Biomédica, aunque en la literatura científica va gradualmente desapareciendo.
Lo más racional es que, dada la cualidad de ser vivo de nuestra especie del embrión preimplantado, hay que respetarlo como se respeta a cualquier otro ser humano, por lo que en semejanza de los trasplantes de órganos vitales de los adultos, no es ético extraer órganos o células de los embriones humanos congelados, a menos que se tenga la seguridad de su muerte biológica, así como servirse de ellos para intereses comerciales, por lo que lo mejor que puede hacerse es dejarles morir con dignidad.