¿Cómo ha llegado hasta nosotros la cultura grecolatina, su filosofía, literatura, quién, en definitiva, nos ha trasmitido sus fuentes y tradición? La respuesta es bien conocida y forma parte del depósito de nuestros conocimientos. Ha sido el cristianismo en sus diversas manifestaciones. El latino o católico y el cristianismo oriental, que asumió y trasmitió el helenismo a través del mundo bizantino. El cristianismo siriaco fue su depositario y su legado llegó a Europa Occidental a través de los musulmanes. El historiador Sylvain Gouguenheim lo cuenta muy bien en Aristóteles y el Islam.
Catherine Nixey, en su libro La edad de la penumbra. Cómo el cristianismo destruyó el mundo clásico, sostiene todo lo contrario, en un texto que es un ejemplo paradigmático de fake news. Un género que abarca más que una mentira pura y dura, porque constituye la operación de construir otra “realidad”, transformando la anécdota en categoría, ignorando esta última, construyendo falsedades a partir de verdades a medias, inventando lisa y llanamente relatos hasta llenar todo el escenario. El intento de Nixey persigue dos propósitos obvios: vender libros -la transgresión siempre es más comercial- y presentar a los cristianos como unos trasuntos de yihadistas que, al igual que ellos, visten de negro y saliendo del desierto queman libros, arrasan templos y destruyen estatuas. De hecho, el libro empieza en estos términos
Dame Averil Cameron, acreditado historiador de la Antigüedad tardía, llama el libro de Nixey “una farsa“, condenándolo rotundamente como “exagerado y desequilibrado“. En Literary Review, de la Universidad de Exeter, Levi Roach afirma: “Quizás lo más preocupante es que Nixey termina respaldando la visión desde hace mucho tiempo desacreditada de la Edad Media como un período de fe ciega y estancamiento intelectual”. Y añade: “Es difícil no detectar un grado de animosidad anticristiana". Es fácil constatarlo, dado que la autora ha escrito una historia en la que los cristianos son reiteradamente calificados de “estúpidos” e “ignorantes”. Para no extenderme más con las citaciones podrá encontrar aquí una crítica detallada de Tim O’Neill, escritor historia, medievalista y ateo confeso.
La tesis de Nixey es que “los cristianos destruyeron la cultura pagana”. Pero siendo así, ¿cómo justificar su continuidad académica hasta nuestros días? Su explicación es absurda: “Hemos ido rescatando los filósofos grecolatinos desde el Renacimiento”. Vaya por Dios, ¿y quiénes y de dónde los han rescatado, de debajo de una col? La realidad obvia es que el Renacimiento, revalorización del clasicismo antiguo, es forjado por la cultura cristiana, la que muestra la Divina Comedia de Dante, y pudo hacerlo porque aquella cultura estaba disponible en la propia Iglesia romana y oriental. Y es que fueron ellas quienes, en las dos grandes destrucciones europeas, la del Imperio Romano de Occidente en el siglo IV y del Imperio Oriental en el XV, salvaron, preservaron y difundieron el legado grecorromano y sus lenguas vehiculares, el latín y el griego, sin los que toda trasmisión hubiese sido traicionada. El latín que aún habla la Iglesia, y que todo Occidente ha olvidado, surge de aquella salvación masiva, que tuvo en los monasterios los primeros centros de conocimiento y divulgación, a los que después, ya en plena Edad Media, se añadirían las universidades, otra creación cristiana, donde los clásicos tuvieron acomodo y se mantuvieron vivos.
Leyendo a Nixey uno puede concluir que todas las ruinas de templos y edificaciones antiguas son restos de la destrucción cristiana. Esto no pasa de ser una simple payasada, como muestran la arqueología y la historia. La encuesta más reciente sobre este tipo de construcciones es de 2011, The Archaeology of Antique ‘Paganism’.Existe también otro texto básico, El fin de los templos: ¿Hacia una nueva narrativa? que obviamente Nixey no cita, pero sí su crítico Tim O’Neill. El balance es rotundo. En todo el dominio cristiano solo se han localizado 43 casos de destrucción, solo el 2,4% de todos los templos conocidos, y aun de estos, 21 se encuentran en el revuelto Levante. No solo no hubo tal furia destructora, sino que se establecieron leyes para proteger las obras de arte, y hubo tareas de reparación y preservación.
Lo que sí se dio fue otra cosa: el progresivo y creciente desuso de los templos paganos y lugares de culto, que, abandonados, fueron mantenidos por las gentes del lugar, y con el paso del tiempo pasaron a ser utilizados la mayoría de las veces como fuentes de materiales de construcción o reconvertidos a otros usos, como hoy sucede con algunas iglesias en Holanda y el Reino Unido. Simplemente la gente fue abandonando el paganismo.
La pérdida del poder imperial fue su fin, porque en definitiva era una religión de Estado cuyo politeísmo restringido facilitaba la cuestión decisiva para el poder: la deificación del emperador. El abandono venía acaeciendo mucho antes de Constantino, cuando los cristianos ya eran mayoritarios en las principales ciudades, y alcanzaron a ser entre el 20% y un tercio de la población del Imperio de unos 50 millones de habitantes. Una excelente narración de cómo eran estos cristianos de los primeros siglos, y de las razones de su expansión, es la de Wayne A.Meeks Los orígenes de la moralidad cristiana (1994). También es un ejemplo de análisis concreto la obra de Peter Brown Por el ojo de una aguja. La riqueza, la caída de Roma y la construcción del cristianismo en Occidente.
La forma como Nixey trata las persecuciones de los cristianos es otro indicador claro de su mentalidad. Al leerla sin mayor contexto, uno solo puede concluir que los gobernantes romanos eran unos seres benignos mientras los cristianos incluso forzaban la persecución, porque “buscaban complacidos el paraíso”. Nada como una buena crucifixión, corte de cabeza, o ser pasto de las fieras para cerrar bien el día. Las persecuciones fueron una bagatela, y sostiene sin rubor que a lo sumo se cargaron unos pocos cientos, cuando el historiador más crítico con ellas, W.H.C. Frend (a quien Nixey cita mal, deliberadamente o no) refiere 3500 (Martirio y persecución en la Iglesia primitiva, Oxford, 1965), muy lejos de las 100.000 que estima L. Hertling.
Pero no se trata solo de muertos: durante más de tres siglos, los que van de la muerte de Jesucristo en el siglo I hasta la normalización con el Edicto de Milán de Constantino en 313, fueron proscritos, y esto significó la carencia de derechos, el arresto sin garantías, la confiscación de sus bienes, la destrucción de sus propiedades, su arte, sus libros y sus símbolos, la incitación a abjurar de sus principios y delatar a otros cristianos, el encarcelamiento, el azotamiento y la tortura. De todo esto, bien documentado, nada habla nuestra autora.
Y a pesar de ello, su número creció exponencialmente. De unos 2000 en el siglo I a un mínimo de 10.000.000 en el siglo IV. La cuestión apasionante es cómo lo consiguieron si estaban fuera del poder, discriminados y con frecuencia perseguidos.
Publicado en La Vanguardia.