Con frecuencia oímos hablar de la necesidad de que también en el matrimonio haya castidad. Pero como ésta ha de ser distinta de la de los sacerdotes y religiosas, podemos preguntarnos en qué consiste.

Ciertamente, el amor humano es por su propia naturaleza recíproco, es decir intercambio en el respeto y en el honor entre dos personas de igual dignidad, ya que el amor, especialmente en su forma de relación sexual, han de ser fruto no de una imposición, sino de un diálogo y mutuo acuerdo de dos personas en los que ninguno tiene derecho a tratar al otro como una cosa u objeto de satisfacción propia. En el amor matrimonial auténtico están integrados el deseo de tener hijos con la búsqueda de la unión sexual. Recuerdo que un amigo mío, que llegaba virgen al matrimonio, me preguntó que qué consejo le daba para el acto sexual. Le respondí: «procura que tu mujer vea en ti, no el macho ibérico que se desfoga, sino que tienes relaciones sexuales con ella porque la quieres».  La castidad conyugal supone no solo la presencia del amor mutuo, sino también el ejercicio humano y amoroso de la relación sexual genital, llegando San Pablo a advertir a los matrimonios el peligro que puede suponer para ellos la ausencia de estas relaciones (1 Cor 7,5). Pero, aún presentes estas relaciones, uno de los problemas más graves del matrimonio es la falta de comunicación en general, tan necesaria para el mutuo conocimiento y en particular en temas de sexo, y es que mucha gente tiene relaciones sexuales genitales pero no se relaciona sexualmente de persona a persona, al ser incapaz de tratar este tema en profundidad con su pareja, desde lo más íntimo del uno al otro.
 
Otro error grave es concebir el cuerpo como un objeto, contrapuesto al propio hombre como sujeto; según esto, el hombre sería el sujeto que «tiene» un cuerpo al que puede utilizar y manipular, en aras de la propia conveniencia. Este error profundo niega nuestra realidad, al negar que el ser humano es cuerpo y espíritu, cuerpo y mente, y que ambos elementos constituyen el ser humano de manera indisociable.
 
En cambio, el verdadero amor quiere al otro por sí mismo y tiene además un ímpetu creador que busca la superación del amor mutuo en provecho de un tercero. La entrega corporal es el símbolo de un amor exclusivo que se abre a la procreación. Este amor se ve favorecido por la sexualidad que atrae entre sí al hombre y a la mujer y les lleva a la unión más profunda posible en la Tierra: a ser los dos «una sola carne» (Gén 2,28). La unión conyugal es una unión entre una mujer y un varón, precisamente en cuanto tales, y en la totalidad de su ser masculino y femenino. El «yo» y el «tú» se transforma en un «nosotros», en una actitud de servicio y de entrega recíproca, que busca la prolongación de su diálogo en el «él» o «ellos», es decir, en su apertura a nuevas vidas en los hijos, diálogo que alcanza su máxima intensidad en la tarea compartida de la educación de éstos.
 
Pero, indudablemente, el acto conyugal es uno de los gestos más eficientes para expresar y promover la compenetración de las personas. Actualmente está claro que el acto conyugal o la sexualidad actuada en el matrimonio es inseparable, objetivamente hablando, del amor interpersonal que se expresa y promueve de muchas maneras, pero también y muy principalmente por la vía de la actuación sexual. La necesidad de amarse con el cuerpo es fundamental en la vida de un matrimonio y no puede dejarse a un lado. La sexualidad en la vida matrimonial no es sólo un elemento unitivo y fecundo, sino que es un factor decisivo en el desarrollo del amor, de la fecundidad vital, de la realización personal. Cada día es más evidente que la atracción sexual es uno de los factores que hace que las parejas permanezcan juntas, una expresión de la función creativa del amor, una condición sumamente conveniente para la estabilidad y continuidad de la pareja (cf. 1 Cor 7,5). La fusión corporal significa objetivamente, dada la constitución humana, la donación amorosa más total entre un hombre y una mujer, compartiendo ambos el placer, la mutua entrega, la fidelidad, la gratitud, la reconciliación y la esperanza en el futuro de su relación, por lo que favorece al mismo tiempo la íntima convivencia personal entre ambos. La tendencia sexual normal va encauzada hacia una persona del sexo contrario, no precisamente hacia el sexo contrario mismo. Y precisamente porque se dirige hacia una persona, constituye la base y el fundamento del amor.
           
La armonía sexual no lo es todo, pero es una dimensión integrante y muy importante de la armonía conyugal. Una relación sexual satisfactoria es muy importante en la vida de la pareja y por ello no es conveniente relegarla al último momento del día, cuando ya no apetece hacer nada. El diálogo sexual expresa y fomenta el diálogo personal, la comunión de vida y amor, siendo éste el significado más hondo de la sexualidad humana, que hace que seamos realmente espíritus encarnados capaces de unirnos física y espiritualmente. ¡Qué duda cabe de que una relación afectiva positiva ayuda a la realización de una relación sexual placentera y al revés! Ahora bien, esta unión está al servicio de la vida, ya que el acto conyugal es el medio normal para ello, aparte de que «el matrimonio y el amor conyugal, por su índole misma, se orientan a la procreación y educación de los hijos» (Gaudium et Spes nº 50). Es decir, la fecundidad brota del amor y, a la inversa, el amor es siempre, incluso dentro de otros valores humanos, creador, por lo que la fecundidad del amor es más amplia que la simple fecundidad biológica.
 
No cabe una valoración positiva de la sexualidad si se desliga de la afirmación y promoción del valor de la vida humana. La sexualidad se inscribe en una historia, en un proyecto, en un intercambio en el que la relación sexual propiamente dicha no es sino un elemento, y aunque hoy podemos separar técnicamente sexualidad y concepción, ello no deja de tener consecuencias éticas y psicológicas dañosas. El manantial de la vida, en efecto, ha sido confiado a los seres humanos, y al encuentro intersexual en concreto, como el más precioso de los dones y como responsabilidad de la que no se puede abdicar. Hay una estrecha relación entre sexualidad y generación, tanto en el plano biológico como en el plenamente humano. El amor interhumano, que se expresa por la sexualidad, es un amor abierto a la vida. La generación de un hijo otorga a la sexualidad máxima responsabilidad y le confiere su culmen como lenguaje de amor. En cambio, la intencionada separación de amor y fecundidad deja a ambos radicalmente incompletos (cf. Humanae Vitae nº 12).