Sería el año 2015 cuando tuve la suerte de entrevistar a José Antonio Ortega Lara. Fue en un hotel de Madrid y supuso para mí un antes y un después en esta, que diría García Márquez, "la más bella profesión" -aunque, sospecho que ya no-. Las imágenes de aquel funcionario de prisiones siendo rescatado, tan desorientado, con esa barba asilvestrada, gruesas gafas de pasta, y un martirial jersey bermellón, marcaron mi tierna infancia, y, estoy seguro, la de tantos otros de mi generación.
El hombre sepultado a cuatro metros bajo tierra había vuelto a la vida 532 días después. Y, lo más extraordinario, sin rencores, con esperanza y perdonando a sus terribles captores -lo primero que hizo fue llamar al ministro del Interior para darle las gracias por no negociar-. Qué integridad, qué valor, cuánto se puede sufrir y cómo de bien se puede aprovechar esa oportunidad. Para mí, aquel día, Ortega Lara se convirtió en una especie de héroe, de santón… un ser, por qué no, digno de imitación.
De tono suave y calmado, sus palabras, en cambio, dejaban un regusto de herrería, que hacía trizas mis más mediocres ambiciones de juguetería. Aquella tarde hablamos de muchas cosas, es cierto, pero, si hubo una idea que me quedó marcada, esa fue la de procurarle siempre un sentido a la vida. Escuchando a Ortega Lara comprendí que no existía dolor más grande que no se pudiera sobrellevar… si uno lograba encontrar el para qué. En una caja de cerillas, entre ratas y humedades… él lo iba a conseguir.
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Verano de 2023 en la ciudad de Viena. He comprado un billete para pasar unos días en la que llaman la joya imperial. Paso mi tiempo de un palacio a otro, y, como tengo por costumbre, reservo también una mañana para rendir homenaje póstumo a los personajes más ilustres del lugar. Un taxi me deja en la puerta del majestuoso Cementerio Central. El camposanto, posiblemente, que más nombres ha legado a la posteridad: Beethoven, Schubert, los Strauss, Salieri… o el mismo Brahms.
Por rutilantes que sean, mi primera parada no será en la tumba de ninguno de ellos, de hecho, para ser sinceros, a quien busco no sé ni donde está. En la caseta de información, me dan una serie de números difíciles de localizar. A mano derecha, la parte judía, así que me pongo a caminar. Recorro cientos y cientos de tumbas -esperemos- sin un alma al que preguntar. Tumbas de todos los estilos, con su estrella de David y coronadas, las más queridas, con montecillos de piedras que, a diferencia de las flores, sobrevendrán a la eternidad.
Tras casi una hora andando, me doy por vencido, da cierto respeto zascandilear por allí. Como no encuentro la tumba he decidido claudicar. Cojo mi móvil y, en un último intento, se me ocurre una locura genial. Meto a capón en Internet la retahíla de números... y allí está. Pero, ahora toca encontrar una aguja en un pajar. Fijándome bien, descubro que detrás de la lápida aparece la tapia y, más allá, un edificio gris. ¡Eureka! Solo toca recorrer el muro y hacer coincidir lo que veo en persona con lo que aparece en mi smartphone.
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La charla con José Antonio llega a su fin, antes de despedirnos le alargo un libro de tapas blandas y verdes que, me reconoce, ha leído años atrás. Aunque, es cierto, no lo ha escrito con sus propias letras, se puede decir que lo ha escrito con su propia vida, así que, sin escrúpulos, pone en la primera hoja que encuentra: "Para Juan con mucho cariño, con motivo de nuestro encuentro en Madrid. Vive tu vida con alegría y siempre con visión de futuro y sin olvidar la gratitud debida a quienes te lo dieron todo para que fueses feliz".
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Deshago el camino andado y me encuentro con ella de frente. Es como todas las demás, salvo en un pequeño detalle. Las piedrecitas que la gente ha podido colocar recuerdan a El hombre que subió una colina y bajó una montaña, de Hugh Grant. Son incontables... aquella tumba destila aprecio por los cuatro 'costaos'. ¿Por qué será? Entonces, abro mi libro, de tapas blandas y verdes, y leo: "La forma en que un hombre acepta su destino y todo el sufrimiento que conlleva, la forma en que toma su cruz, le da una amplia oportunidad, incluso en las circunstancias más difíciles, de dar un significado profundo a su propia humanidad".
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Aquel libro dedicado por Ortega se titulaba El hombre en busca de sentido... y aquel hombre que yacía en el cementerio de Viena era su autor, Viktor Frankl.
Como diría mi apreciado Dragó, "de lo que más orgulloso me siento no es de los libros que he leído, sino de los libros que he hecho leer". Vuele esta sentida recomendación literaria, la más dura de mi vida, hasta la casa de una mujer gallega que ha pedido morir… sería para mí, este sí, se lo aseguro, mi mayor orgullo... porque "quien salva una vida -dice el Talmud- salva a toda la humanidad".