En ocasiones, la carga emblemática de un hecho puede legítimamente disociarse de sus causas objetivas. El incendio de la catedral de Notre Dame es una de esas ocasiones. Tal vez el fuego ha tenido un origen fortuito o negligente que desalienta cualquier interpretación. Tal vez fue obra de autores intencionados, y entonces la interpretación deba centrase en ellos. Sin embargo, cuando se contempla una y otra vez la espiga del templo derrumbándose, o la imagen pavorosa de su planta de cruz en llamas, es difícil creer que solo haya caído un edificio, aun si ese edificio era la casa de Dios (o tal vez una casa donde Dios parecía un invitado accesorio).
La cúpula de San Pedro encarna, sí, la Iglesia, pero siglos antes de que esa cúpula se recortase sobre el cielo de Roma, la catedral de Notre Dame simbolizaba ya la Cristiandad, aquel periodo de la historia en que “la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados”, según describió el Papa León XIII en la encíclica Immortale Dei (1885): "En aquella época la eficacia propia de la sabiduría cristiana y su virtud divina habían penetrado en las leyes, en las instituciones, en la moral de los pueblos, infiltrándose en todas las clases y relaciones de la sociedad. La religión fundada por Jesucristo se veía colocada firmemente en el grado de honor que le corresponde y florecía en todas partes gracias a la adhesión benévola de los gobernantes y a la tutela legítima de los magistrados".
Fueron los siglos en los que se edificó Notre Dame, y a pesar de avatares que aplicaron la piqueta contra esa civilización (la Reforma protestante, la Revolución Francesa, la ideología liberal, el comunismo, el modernismo teológico), Occidente aún entró en la década de los 60 con algunos vestigios de la civilización cristiana en pie. Medio siglo después, cuando, como alertó Benedicto XVI, “la fe corre el riesgo de apagarse como una llama que se extingue”, los últimos de ellos parecieron volar confundidos con las pavesas de la catedral de París.
A sus pies humeantes lloraban por el templo cuyo Dios aborrecen los mismos que llevan meses asistiendo impasibles a decenas de profanaciones en toda Francia. Macron habló de “esperanza” y de “reconstrucción”, sí, pero se equivoca de monumento. Él pretende levantar de nuevo un edificio vacío de alma para solaz de turistas. Pero la verdadera reconstrucción la estaban haciendo, al otro lado del Sena, los cientos de jóvenes que rezaban de rodillas cantando una tras otra las avemarías de un Rosario. Es en esa “otra Francia”, en la “América profunda”, en Brasil, Colombia, Italia, Austria, Hungría o Polonia, en España también, donde hay signos de vida de una Cristiandad que renace -todavía informe e indecisa- entre el humo de la Cristiandad que se quemó este Lunes Santo.
Bien está si Notre Dame se levanta de nuevo. Pero quienes hacían hoy pucheros ante sus ruinas no son los llamados a reponer a Cristo en el lugar central del templo y de la sociedad que le corresponde por derecho.