Nunca en las sociedades occidentales se había alcanzado un grado de repulsa hacia la violencia tan unánime como en nuestra época: se abomina de la guerra, se postula el consenso como vía de entendimiento, se idolatran el humanitarismo y la solidaridad… Y, sin embargo, los titulares de la prensa apenas dan abasto para describir la avalancha de violencia familiar que sobresalta nuestros días: mujeres maltratadas y asesinadas, abusos infantiles, ancianos tratados con desprecio y crueldad… ¿Qué está sucediendo para que tales impulsos violentos se hayan convertido en moneda de uso corriente?
Casi nadie repara, a la hora de enjuiciar esta lacra, en una causa profunda: la ruptura y banalización de los vínculos. La creación de vínculos entre los seres humanos genera relaciones de respeto y comprensión mutua que nos impulsan a mirar al otro con un afecto nuevo en el que hay algo sublime y misterioso: de repente, descubrimos en ese otro una grandeza nueva, y ese descubrimiento impulsa en nosotros el anhelo de participar en ella.
Los vínculos que los seres humanos establecen entre sí generan comprensión; y el principio de toda comprensión reside en que uno conceda al otro lo que es: que le reconozca autoridad, que ame sus cualidades, que deje de considerarlo con los ojos del egoísmo. Y ese deseo de comprensión genera compromisos fuertes: ya no consideramos al otro un cuerpo extraño que se usa y se tira, sino una persona con una ordenación vital fecunda de la que deseamos participar y aprender. Y ese deseo de conocimiento nos obliga a desprendernos del propio yo, nos obliga a entregarnos al otro, nos obliga a participar de su dignidad, de su libertad, de su nobleza.
Nuestra sociedad, tan hipercivilizada, es también una sociedad desvinculada. Los compromisos fuertes han sido sustituidos por relaciones prescindibles, quebradizas y efímeras, en las que el otro no tarda en convertirse en un obstáculo para la consecución de nuestras apetencias, cuando no en un declarado enemigo. Y las formas de comunión humana que creaban vínculos de comprensión mutua, de afecto sincero y solidario, son hostigadas y trivializadas, en volandas de ideologías de género destructivas.
Cuando los afectos que hacen posible un amor auténtico, paciente y comprensivo, se denigran hasta la burla, cuando los compromisos que surgen de tales afectos se hacen prescindibles, quebradizos, efímeros, es natural que surja la violencia. Cuando se empiece a hablar seriamente de los malos tratos, alguien se atreverá a señalar su relación con la destrucción de aquellos vínculos que regían los compromisos entre los seres humanos. Cuando tales compromisos son fuertes, el amor es una ofrenda; y el ser amado se convierte en una auténtica patria: una tierra que se cultiva y se cuida. Cuando tales compromisos se debilitan, el amor se vuelve codicia y afán de anexión; y el ser amado se convierte en una triste colonia: una tierra que se expolia, para después ser abandonada.
En lugar de hacer de la mujer una auténtica patria, mediante una antropología fundada en la entrega y el sacrificio, nuestra época pretende hacer de hombres y mujeres odiosos colonizadores, siempre a la greña entre sí. Y luego se apresura, como un gallo descabezado, a castigar sus abusos. Pero al Código Penal no le resta otro destino sino ser conculcado, allá donde previamente se ha conculcado la antropología.
Publicado en Revista Misión.