El asesinato del obispo Padovese, la visita del Papa a Chipre y el próximo Sínodo sobre Oriente Medio han vuelto a poner sobre el tapete la ardua cuestión del diálogo con el islam. Por un lado hay que subrayar que este diálogo es uno de los grandes desafíos para la Iglesia en el siglo XXI y que no es una cuestión optativa. Por otro hay que reconocer lo fácil que resulta resbalar entre el buenismo de la Alianza de Civilizaciones y la dialéctica cuasi-belicista con el islam. Por eso es tan importante identificar de qué diálogo se trata y cómo puede llevarse a cabo con realismo y paciencia.
Estos días se celebra en Beirut una importante reunión de la Fundación Oasis promovida por el Patriarca de Venecia, Angelo Scola, que afronta esta cuestión crucial no desde una reflexión abstracta sino poniendo en diálogo diversas experiencias educativas cristianas y musulmanas. El cardenal Scola ha tenido la gran intuición de promover la Fundación Oasis como espacio para fomentar la comunión entre las diversas tradiciones cristianas presentes en el Medio Oriente, una comunión que, como él mismo explica, tiende a dilatarse en círculos concéntricos por su propia dinámica interna. Y lógicamente los primeros interlocutores reales de esa dilatación son los musulmanes, a los que significativamente Benedicto XVI ha denominado «hermanos» en su reciente viaje a Chipre. Un término que el Papa ha elegido con exquisita precisión, explicando a continuación que «son hermanos no obstante la diversidad».
El propio cardenal Scola ha comentado el viaje del Papa a Chipre como una demostración de la capacidad de la fe cristiana para interpretar las situaciones históricas más complejas y para ofrecer respuestas coherentes con las necesidades de los hombres y de las poblaciones concretas, atravesando los diques y las contraposiciones ideológicas. Ha sido notable en este sentido la intervención del profesor egipcio Wail Farouk, quien ha agradecido el testimonio del Papa y ha reconocido públicamente que los musulmanes necesitan de la presencia cristiana en Medio Oriente, precisamente para afrontar con éxito esta encrucijada histórica. Pensemos que el mundo islámico es hoy un hervidero, todo lo contrario de la imagen monolítica que con frecuencia dibujamos en Occidente. Por eso es imprescindible orientar bien los contenidos, el método y los interlocutores, algo que viene afinando Benedicto XVI desde la lección de Ratisbona en adelante.
Scola ha explicado que el modo de dilatarse la comunión ad extra sólo puede ser el testimonio, entendido en toda la amplitud de su significado, por tanto no sólo como buen ejemplo sino como intento de comunicar la verdad. Esto es algo a lo que los cristianos del Medio Oriente no pueden renunciar a pesar de la dureza del ambiente, como había recordado en una profética intervención el vicario apostólico de Anatolia, Luigi Padovese. El diálogo tiene que desarrollarse en diversos planos: un diálogo teológico (que ha dado sus primeros frutos tras la carta de los 138 sabios musulmanes al Papa), un diálogo que plantea las inevitables interpretaciones culturales de cada fe religiosa y sus implicaciones sociales y políticas, y un diálogo que se despliega en la vida cotidiana de los fieles de ambas religiones, tanto en los países de mayoría musulmana como en Occidente.
Otra intuición de la Fundación Oasis consiste en que la educación es el instrumento privilegiado para favorecer una verdadera relación entre cristianos y musulmanes en los países en que conviven. Pero es necesario aclarar, apunta el cardenal Scola, de qué educación se trata, porque también existe un tipo de educación que cierra en sí mismo e incluso fomenta la violencia (ahí está el caso de las madrasas fundamentalistas) y otro que disuelve todas las certezas e inclina al nihilismo (como sucede en tantas escuelas de Occidente). «Necesitamos una educación que sepa conjugar verdad y libertad, sostiene el Patriarca de Venecia, ésta es la base de cualquier discurso sobre el diálogo». El diálogo que ahora tiene lugar en Beirut puede alumbrar hasta qué punto se puede avanzar en campos tan decisivos como la racionalidad de la fe, el valor de la libertad en la búsqueda y asunción de la verdad, y por supuesto el rechazo del recurso a la violencia. Temas todos ellos cruciales para que el diálogo entre cristianos y musulmanes sea algo más que juegos florales en los que, por cierto, suelen sacrificarse los padecimientos de las sufridas minorías cristianas de Oriente Medio.
Hay un último aspecto de la cuestión que hasta ahora se ha aireado poco. Conocemos la expansión de las comunidades musulmanas en Europa, y el reto que ello plantea para este diálogo y para la convivencia civil. Pero nos resulta menos conocida la creciente presencia de inmigrantes cristianos en países como Arabia Saudí, Yemen, Emiratos Árabes o Qatar. Se trata de cifras ya muy apreciables, más de dos millones, en su mayor parte trabajadores procedentes de Filipinas, India, Sri Lanka, y también de América Latina. La situación de estos cristianos, por lo que se refiere a su libertad religiosa y condiciones de vida, oscila entre la clandestinidad y la precariedad más absoluta, y ya no se trata de casos aislados. Para la Iglesia éste es un nuevo desafío de futuro: acompañar y sostener a estos católicos en un contexto muy difícil (pensemos, por ejemplo, que en la mayoría de los casos es imposible la entrada de sacerdotes o la disposición de lugares de culto), y también integrar este nuevo factor en el diálogo abierto con el islam. Será difícil, pero la apuesta de Oasis es de las que llevan encendidas las luces largas.
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