Al hombre victorioso en sus peripecias todo el mundo le aclama y le rinde pleitesía, cual becerro de oro personificado. Si el mismo hombre sale derrotado de sus andanzas recibirá lecciones y ninguneos por doquier por parte de sus antiguos lisonjeros. Es la falsa mística del éxito, que obvia el pecado original como lo obviaron los israelitas cuando Moisés subió al Monte Sinaí para recibir los Diez Mandamientos.
Sócrates, frente a las acusaciones de pervertir a los jóvenes, se defendía afirmando que solo trataba de abrir los ojos de los muchachos ante asuntos mayores. Aducía que, en Atenas, técnicos, artistas, poetas y politicastros, por el mero hecho de arreglárselas bien en sus oficios, eran tenidos en excesiva consideración por los atenienses. Tanto era así, que eran tomados por los más inteligentes en todo orden de cosas. Sócrates, negándose a ser actual, negaba la mayor, y sentenciaba: “Sabios de su sabiduría e ignorantes de su ignorancia”. El filósofo griego continuaba alegando que no de las riquezas provenía la virtud, sino de la virtud las riquezas.
Ambas premisas, que por entonces resultaban invisibles a la plebe, hoy lo siguen siendo para una vasta masa del pueblo llano, que invoca a los omniscientes de su tiempo. Superhombres que han tomado el testigo de los coetáneos de Sócrates, no obstante sus múltiples inconsecuencias y aberraciones.
El lastre de todas las veneraciones plebeyas es esa sabiduría atribuida al éxito y sus clamores efímeros, inclusive. ¿Cuántos hombres viven encumbrados por ostentar un emporio, por su cursus honorum al frente de instituciones supranacionales, o por una meteórica ascensión al Olimpo de las finanzas, o del cine? Al plebeyo le fascina el aroma aristocrático que desprenden las riquezas y los carrerones de gran predicamento. Esa ha sido siempre su maldición: un complejo de inferioridad de clase, que arrastra desde tiempos inmemoriales, y que a los hombres actuales no les permite vislumbrar las deficiencias y maldades de los paladines del globalismo.
Sócrates no contaba con el mal anterior a toda ignorancia: el pecado original, cuya negación representa, en la era del globalismo, el más original de todos los pecados. El amor filantrópico a la Humanidad, tan propio de los iconos globalistas, comienza con el desprecio al hombre hecho a imagen y semejanza de Dios, seguido de un sinfín de matracas para teleñecos, cuyo último capítulo versa sobre la solidaridad antivírica.
Chesterton, en sus lecciones de Ortodoxia, encuentra en el pecado original el sostén de los pueblos, el fundamento que permite “compadecer al pastor y desconfiar del monarca“. De este modo, Chesterton confiere al dogma del pecado original un poder inusitado: el espíritu crítico que hace prevalecer a los pueblos frente a los falsos profetas. Aunque la cronología diga lo contrario, para llegar a la ignorancia diagnosticada por Sócrates antes hay que pasar por la ortodoxia intuida por Chesterton, y por el poder democrático del pecado original: sufragio de pecadores. Poder conferido al pueblo para poner en cuestión las consignas de los pretendidos omniscientes que no vengan por cuenta de la Divinidad.
Si algo caracteriza al becerro de oro globalista es la absurda convicción de que el clamor de las riquezas confiere cierto don mesiánico. Así, el empresario de gran fausto, enraizado en Silicon Valley, diserta sobre pandemias y vacunas, los potentados de los activos financieros más sofisticados aleccionan sobre solidaridad y medioambiente, el burócrata supranacionalista predica las bondades del aborto y la esterilidad de la población, y la estrella de Hollywood se coloca la toga para prevenirnos del estado de guerra contra el virus.
Pero lo peor es la plebe globalizada hasta los estertores y turbada por la erótica del triunfalismo, a la espera de las vedettes del mundo global y sus manuales sobre vacunas y pandemias. Para salir del estado de turbación primero habría de desconfiar del éxito y hacer propio el dogma del pecado original. Después, aplicar el ojo clínico de Sócrates e inferir que el empoderamiento empresarial, las acrobacias financieras, la innovación tecnológica o la alfombra roja no tienen por divisa la infalibilidad cósmica, ni comunicación directa con la Providencia. Sócrates no habría dudado ni por un instante ante las vedettes con vocación profética: sabios de su sabiduría e ignorantes de su ignorancia. Sin embargo, no contaba con el mayor as en la manga del pueblo: el poder democrático del pecado original, sufragio de pecadores.