Acabamos de celebrar la noche de San Juan, una de las noches con más historia del año en todas las culturas y tradiciones. La noche más corta del año, que precede al día más largo, tomando en cuenta los pequeños desajustes del calendario solar y lunar. Una noche mágica, noche de fuego, en la que lo viejo alimenta las grandes hogueras. Quemamos los males del pasado, y soñamos con la esperanza del futuro, de un cierto «comienzo de año». Noche de fiesta, de alegría, de gozo, de buenos deseos y parabienes.
 
Es preludio, sin embargo, del crecimiento de la oscuridad. A partir de este día, la oscuridad, la negra noche, va ganando terreno en nuestro calendario, hasta llegar al solsticio de invierno, la antigua fiesta del Sol Invictus, la Natividad de Jesucristo. Y cabe hacernos una pregunta, crisol de nuestra vida. ¿Qué hacemos ante la oscuridad? No pretendo ser ave de malos augurios, pero la naturaleza misma nos enseña que hay noche, oscuridad, momentos duros. En la vida de grandes personas, como lo fue Teresa de Calcuta y tantos otros, está presente la noche oscura del alma.
 
En nuestra sociedad actual todo tiene solución, o al menos eso parece. La selección española se había sumido en gran oscuridad tras su derrota contra Suiza, pero no pasa nada. Metemos dos goles a Honduras, planeamos ganar a Chile, y asunto concluido. Este programa de televisión es aburrido, o me disgusta; aprieto un botón, empiezo a ver otra cadena de televisión más interesante, y asunto concluido. Tengo un dolor de cabeza, una pequeña verruga, una ínfima molestia en el cuello; compro esta medicina, aquella pomada, y asunto concluido. Hasta si he me he quedado embarazada y encuentro ciertos problemas de cara a mi futuro, la solución final (en realidad mísera condena) la tengo al alcance e la mano.
 
Si el problema surge en el ámbito laboral, despotricamos contra la ineptitud de tal persona, redirigimos el marrón a alguien, y pensamos cómodamente que ya está todo arreglado. Pero ese alguien lo tendrá que arreglar, o mandárselo a otro alguien generando una cadena que únicamente alarga y eterniza el problema. Si es una injusticia social o administrativa, el destinatario de nuestra ira será la Administración, el funcionario o el político de turno. Pero igualmente alguien lo tendrá que arreglar.
 
¿Y cuándo no hay solución? ¿Cuándo las soluciones que barajaba no funcionan ni funcionarán? En esos momentos se pone en juego la capacidad humana, la esperanza optimista, que existe y aguanta basada en la Esperanza con mayúscula. Los seres humanos, igual que la realidad que nos circunda, no somos perfectos. No todo va a tener solución, o al menos como nosotros pensamos.
 
Este hecho no es una excusa para la inactividad. “Pobres parados; alguien tendrá que estar en el paro”. No, y menos cuando constatamos situaciones injustas causadas por decisiones humanas, decisiones que pueden afectar, y mucho, el desarrollo humano y material de numerosas personas. La actitud humana y cristiana es la lucha honesta por encontrar una solución (por ejemplo la contención del gasto público, que numerosas veces se ha pedido al gobierno). Pero no una lucha agónica, ansiosa y a la desesperada, sino una lucha eficaz, realista y confiada. La esperanza no está reñida con el esfuerzo y el trabajo.