He pretendido, durante varios artículos, manifestar mi fe en la dignidad humana, que radica en que el ser humano, sea hombre o mujer, es imagen y semejanza de Dios, de un Dios que es amor y que en Cristo se ha manifestado como Padre, Hijo y Espíritu Santo, un amor misericordioso, que es Padre de todos, que está sobre todo, actúa en medio de todos y está en todos (Cfr. Ef. 4,5). Somos amados, esa es nuestra condición más radical, y con capacidad de amar. Por eso somos hijos y hermanos. Es verdad que el mal, el pecado desdibuja nuestra condición de hijos en el Hijo, en Jesús, y rompe la fraternidad, pero también es verdad que el Espíritu Santo restaura en nosotros esa imagen. Dios mismo, con su gran don, el Espíritu Santo, es el que nos devuelve a nuestra identidad.
Los siete dones del Espíritu Santo
Lo que tenemos que hacer e invocarle y dejarnos trabajar por él, dejarnos mover por él, no apagar el Espíritu, acoger sus dones y con Él producir frutos. Ya sé que nos cuesta aceptar regalos, por aquello de que “quien regala bien vende, si el que lo recibe entiende”, porque queremos ser autosuficientes. Pero desde la fe cristiana todo es don, todo es regalo, todo es una muestra del cariño y la ternura de Dios hacia el ser humano.
Pedir y acoger el don de la sabiduría, que no es que todos seamos doctores en los distintos saberes, sino tener capacidad para apreciar y gozar, saborear, los bienes del cielo y conocer los medios para alcanzarlos.
El don del entendimiento: es decir, para saber leer desde dentro los misterios del hombre, de la creación y del mismo Dios, aunque siempre será misterio, y obrar en consecuencia.
El don del consejo para actuar con rectitud y justicia para beneficio nuestro y de nuestros semejantes.
El don de fortaleza, porque en la vida hay dificultades y enemigos interiores y exteriores, y tenemos que ser fuertes a pesar de nuestra debilidad. Solamente luchando se vence.
El don de la ciencia, para vivir bien entre las cosas terrenas sin olvidarnos de lo que merece la pena y perder las eternas.
El don de piedad que nos ayude a vivir como Hijos de Dios, en su amor, sobria, austera y piadosamente.
Y el don del temor, que no consiste en temer a Dios -a Dios no hay que temerle sino amarle- sino en tener temor de que nosotros no seamos fieles, le demos la espalda y le ofendamos, sin confiar en su misericordia.
Según San Agustín, estos dones tienen que ver con las Bienaventuranzas del Evangelio.
Los frutos del Espíritu Santo
¿Qué frutos manifiestan que cultivamos la dignidad humana, que somos hijos de Dios y hermanos en Jesucristo?
Si damos los mismos frutos que Él: el amor. Si amamos a Dios y a los demás, si servimos, si nos entregamos a los demás y a las causas justas, si perdonamos.
La alegría, en todas las circunstancias de la vida porque no sentimos amados, y en las manos de Dios.
El de la paz, porque vivimos en armonía con Dios, con nosotros mismos, con los demás y con la creación, sin violencia alguna.
El de la paciencia, porque sabemos dar tiempo al tiempo, llevar las adversidades propias y ajenas: la paciencia, decía Santa Teresa, todo lo alcanza.
El de la generosidad, ser dadivosos, hacer de nuestra vida un don un regalo para los demás, pero con buena cara y de corazón.
El de la bondad, es decir, como Jesús, pasar haciendo el bien y curando a los heridos de la vida.
El don de la afabilidad, no ser vinagre, sino vino que soporta y cura las flaquezas de todos, y con buena cara.
El de la mansedumbre, es decir, saber soportar con humildad, sin creernos mejores que los demás, las ofensas y no devolver mal por mal.
El de la fidelidad, sin vacilar en el amor, en invierno y verano, con lluvia y con sol y nieve, en las duras y las maduras, en la alegría y en la pena, en la salud y en la enfermedad, en la vida y en la muerte.
El don de la modestia, que nos impulsa a ser discretos para no escandalizar a nadie.
El del dominio de sí, que nos lleve a ser señores y no esclavos de nuestras pasiones, de nuestro afán de poder, de tener y de placer, sino a mantener bien firme el timón de nuestra vida para no equivocar la meta.
Y el de castidad que nos ayude a vivir la sexualidad sin separarla del amor (Cfr. Como una Brisa suave. Oraciones al Espíritu Santo, Paulinas, Madrid, 2019, 96-97; 112-113).
Lo que deforma la imagen y degrada la dignidad del hombre son: la fornicación, la impureza, el libertinaje, las idolatrías, las hechicerías, la cólera, las ambiciones, las enemistades, las discordias, la envidia, la cólera, las divisiones, las disensiones, las rivalidades, las borracheras, las orgías y cosas por el estilo (Cfr. Gál 5, 19-21).
Dejemos que el Espíritu nos renueve a cada a uno, a todo ser humano y repueble la faz de la tierra.
Publicado en el portal de la diócesis de Palencia.