Hacía todavía pocos años que Pablo VI había sustituido a Juan XXIII, y menos aún desde que había sido clausurado el Concilio que supuso un antes y un después en la Iglesia.
Alfonso estaba terminando su formación en el seminario de Madrid y su tío, sacerdote en aquel pueblo de la sierra madrileña, llevaba mucho tiempo alimentando la vocación sacerdotal de quien se llamaba y se llama como él.
Contra la oración asidua ante el Santísimo y contra el amor a la Virgen, que le había inculcado desde muy niño su madre, doña Esperanza, poco o nada podían los virus venenosos de la rampante revolución del 68. Aún estaba reciente la invasión rusa de la entonces Checoslovaquia, y se anunciaba ya la revolución de terciopelo y la primavera de Praga. Algunos creen hoy -hace falta ingenuidad- que lo de Ucrania es algo sin precedentes, cuando hace medio siglo fue tal cual. Por entonces, París Match publicaba ya espectaculares reportajes sobre “la agonía de la santa Rusia”, que pasaba de los zares a los soviets como quien oye llover.
Alfonso ya había aprendido, sobre todo de su maestro don Mariano, lo esencial sobre el Acontecimiento cristiano y de don Giussani, el Estupor ante el Misterio; y recuerdo, como si fuera ahora mismo, la fuerza con la que nos lo comentaba en aquellas gélidas madrugadas invernales en las que inventábamos aquel Alfa y Omega con el obispo don Javier Martínez, en su despacho de la calle Bailén, 8, donde Álex Rosal y Alfonso, además de trabajar horas y horas con buen ánimo y mejor humor, iban a buscarnos unas “pizzas” y unas cervezas antes de abrir su espíritu como auténticas esponjas cuando nos poníamos a escribir el editorial y a diseñar el número de aquella semana.
Tengo delante el recordatorio de la ordenación sacerdotal de Alfonso Simón, el 3 de abril de 1972, a las siete de la tarde, en la parroquia madrileña del Santísimo Cristo de la Victoria; o sea, que hoy, 3 de abril de 2022, hace exactamente cincuenta años, medio siglo, que se dice pronto, querido Alfonso, y que sea muy enhorabuena. Al dorso de la estampa en la que figuran el pan y el vino de la Eucaristía, Alfonso puso este lema: “Eligió a doce para que estuvieran con Él y para enviarlos a predicar (Mc 3, 14)”.
Desde entonces a hoy, Alfonso ha estado siempre con Él, indefectiblemente, incondicionalmente, en permanente misión de servicio, y ha celebrado, más o menos, 18.250 veces el Santo Sacrificio de la Misa. “Como la primera Misa, todas las Misas, Señor; en mi pecho, el mismo amor…”
Yo, que lo he tenido durante veinte años trabajando a mi lado, leal y eficazmente, calladamente, servicialmente, en Alfa y Omega, he participado en muchas de ellas y he sido testigo de cómo celebra Alfonso, da igual donde sea: en el campamento veraniego de los Picos de Europa, que en la Almudena; en el monasterio benedictino de Subiaco, o en el prodigioso San Salvador, de Valdediós; en su parroquia del Cristo de la Victoria, o en la capilla de la Casa de la Familia, o en la iglesia de Nuestra Señora de Lourdes y San Justino, de la Renovación Carismática, de la que hoy es Rector.
Y he visto su mirada de hondura sacerdotal cuando se ha pasado la noche en la Cristoteca, confesando sin parar, o en aquella inolvidable JMJ de Cuatro Vientos. Le he visto y oído predicar el Evangelio, a tiempo y a destiempo, contra viento y marea, y estar con Él, y enseñar a los demás cómo se hace eso, que, en resumidas cuentas, es de lo que se trata, oiga, cuando uno es sacerdote. ¿O no?
Alfonso me ha contado alguna vez, en voz muy baja, eso sí, lo de su abuelo materno Alfonso, entrañable mártir en los días trágicos de la incivil guerra civil española del 36, echado a las fieras en la Casa de Fieras del Retiro, como cuando los primeros cristianos…
Recuerdo a Alfonso emocionado a más no poder al contarlo, tanto como cuando el cardenal Rouco, al que le ha resuelto tantos papeles como a don Javier, de quien fue durante años secretario particular, nos regaló aquel inolvidable viaje de Alfa y Omega a Roma para rezar con San Juan Pablo II… y le he visto rezar conmigo en la Basílica de San Pedro ante los restos mortales de aquel querido e inolvidable gigante del espíritu.
Querido Alfonso: “Ad multos annos. Tu es sacerdos in aeternum”. Me estoy imaginando lo felices que serán hoy tus hermanas. Y tu padre, y tu tío Alfonso, también sacerdote, y ya no te digo nada doña Esperanza, tu madre de aquí abajo, allá arriba…