Recientemente el Gobierno ha presentado para su tramitación en las Cortes un proyecto de Ley para afrontar el sufrimiento de enfermedades irreversibles y el final de la vida, reformando el artículo 143 del código penal, que castiga la eutanasia y el suicidio asistido. En esta nueva Ley queda legalizada la eutanasia y el suicidio asistido, como reconociendo el “derecho” que toda persona con una enfermedad irreversible tiene a eliminar esa situación, eliminando su vida.
Nos encontramos ante un nuevo ataque a la dignidad de la persona, ante una nueva actuación de la cultura de la muerte, como señalaba San Juan Pablo II: “Estamos ante un enorme y dramático choque entre el bien y el mal, la muerte y la vida, la «cultura de la muerte» y la «cultura de la vida»… tenemos la responsabilidad ineludible de elegir incondicionalmente en favor de la vida” (Evangelium Vitae, 28).
La eutanasia consiste en poner fin a la vida de un paciente, y hacerlo deliberadamente, o con una sustancia letal o dejando de administrarle los cuidados ordinarios para sobrevivir. El objetivo de la eutanasia es poner fin al sufrimiento. Y el suicidio asistido consiste en proporcionar al enfermo a petición propia los medios necesarios para que se consume el suicidio.
La atención al enfermo, por muy extrema que sea su situación y por muy altos que sean sus dolores, ha de estar inspirada por el amor a la persona, por el respeto a su dignidad humana, por el amor a la vida en toda circunstancia, y especialmente cuando esa vida es débil y vulnerable. A nadie le está permitido matar a otro por ninguna razón. En estos casos, se argumenta que la compasión –“para que no sufra”– permitiría acabar con su vida, pero con la ayuda de la ciencia, hoy es posible mitigar e incluso eliminar del todo el dolor sin necesidad de eliminar la vida de la persona. Eso se llama cuidados paliativos. Matemos, por tanto, el dolor, pero respetemos la persona, respetemos la vida, porque la vida es un don de Dios y nadie puede disponer de la vida ni en su comienzo ni en su final.
En los cuidados paliativos es legítimo aplicar la sedación paliativa, donde se administran bajo control médico fármacos que eliminan el dolor. En este campo la ciencia ha avanzado notablemente, y la ciencia en este caso trabaja en favor del hombre. Los entendidos en este campo de la medicina y los que trabajan con enfermos en este campo no se cansan de repetir que falta una política y un desarrollo de los cuidados paliativos. Todavía en nuestra sociedad son miles de personas a los que no llegan tales cuidados, porque no hay presupuesto, ni medios ni personal dedicado a ello. Más que una ley de eutanasia hay que poner en marcha una línea de investigación y un objetivo de llegar a todos los que necesiten tales cuidados paliativos, y que nadie se vea privado de tales medios y de la atención personalizada, cuando le llega la necesidad.
Por otra parte, no se trata de prolongar la vida indefinidamente y a toda costa, empleando medios desproporcionados para mantener esa vida al precio que sea. Se puede caer por este camino en el encarnizamiento terapéutico, que en definitiva alarga el sufrimiento que padece el enfermo y quienes le rodean. Dejemos que la persona muera en su momento, sin que le falten los medios ordinarios, pero sin necesidad de recurrir a medios extraordinarios para prolongar aquello sea como sea.
En definitiva, Dios nos ha enseñado a amar la vida, pero no hemos de temer la muerte. Jesucristo va por delante en ese trago y nos da su mano para que no recorramos solos ese trayecto. Los que están en torno al enfermo han de ser un signo de esa ternura de Dios para con sus hijos más débiles, han de ser un testimonio sacrificado del amor de Cristo que ha querido acompañarnos desde dentro en ese paso de esta vida a la otra y asocia nuestro sufrimiento humano a su Cruz redentora.
A nadie le está permitido matar a nadie, ni siquiera por la compasión de suprimir el dolor. Matemos el dolor, no matemos al enfermo.
Publicado en el portal de la diócesis de Córdoba.