Quizá por primera vez en la historia de la Iglesia, todo un pontificado se ha dedicado a reconducir a los hombres, y a la propia Iglesia, a la centralidad de Dios. El pontificado de Benedicto XVI ha sido un pontificado esencial que ha ido directo al corazón de la enfermedad mortal de nuestro tiempo, sin perderse en análisis sociológicos, políticos o económicos. No es que los haya despreciado, sino que les ha dado el lugar que merecen, juzgándolos a la luz de su capacidad de responder al misterio del hombre, que es ser adorador de Dios.
“Si se traslada el centro de gravedad de la vida no a la vida, sino al más allá -a la nada-, se le quita el centro de gravedad a la vida en general”. Los tormentos de la modernidad han dado a luz un mundo cuyo centro de gravedad está en el propio mundo, como defendía Friedrich Nietzsche en El Anticristo. Pero, contrariamente a lo que predijo el vate de la muerte de Dios, la retirada del centro de gravedad del “más allá”, que no es la nada sino la plenitud de Dios, ha provocado la implosión de la humanidad. Por todas partes se multiplican los signos de esta implosión: miedo, desesperación, miseria, violencia, cosificación del hombre, delirio.
El Papa Benedicto quiso estar al lado de esta humanidad perdida y moribunda para reorientarla de nuevo hacia su centro de gravedad. Y, sin embargo, precisamente por ello, su pontificado fue uno de los más contestados e incomprendidos, incluso dentro de la Iglesia. El mundo católico se ha intoxicado con el vino del anticristo, con el sabor de un cristianismo “de valores” del que nuestro Señor Jesucristo no es más que un testimonial y en el que Dios es Aquel con quien, o sin quien, la fe permanece tal cual. Benedicto XVI lo entendió como pocos y cumplió el gesto extremo de volver a poner a Dios en el centro.
En el centro del centro ante todo. El corazón de la vida de la Iglesia es la liturgia. Pero la liturgia ha perdido su centro, acabando por replegarse sobre sí misma y bailando alrededor del becerro de oro, como explicó Ratzinger de forma memorable. La Iglesia se ha encontrado así trágicamente desorientada, porque el sentido de su existencia terrena y eterna, es decir, el culto a Dios, ha fracasado precisamente en la liturgia.
“La Iglesia existe para el culto”, aseveró el cardenal Robert Sarah al final de la última Jornada de la Brújula Cotidiana; todo lo que hace la Iglesia es para alabar, dar gracias y adorar a la Santísima Trinidad, en el hoy temporal y en el hoy eterno. Benedicto XVI era lúcidamente consciente de que la Iglesia se estaba dispersando en las muchas cosas por hacer, es decir, había perdido su finalidad latréutica, porque ya no tenía una liturgia orientada ad Deum: “Estoy convencido de que la crisis eclesial en la que nos encontramos hoy depende en gran medida del colapso de la liturgia”, explicaba en su libro autobiográfico Mi vida.
Las primeras víctimas de esta pérdida del centro han sido los sacerdotes y las personas consagradas. A los primeros les recordaba, con la palabra y el ejemplo, la esencia de su vida: astare coram te et tibi ministrare. Desde este “estar ante Dios y servirle”, el sacerdote se convierte en “uno que vigila. Debe estar en guardia contra los acuciantes poderes del mal. Debe mantener al mundo despierto para Dios. Debe ser alguien que se mantenga en pie: recto ante las corrientes del tiempo. Recto en verdad. Recto en el compromiso por el bien” (Homilía, Misa Crismal, 20 de marzo ). Recto ante Dios, no inclinado ante el mundo. A los monjes y a las personas consagradas les recordó la vida angélica, que no es otra cosa que “una vida de adoración. Esto también debería aplicarse a los monjes. En primer lugar, no rezan por tal o cual cosa, sino simplemente porque Dios merece ser adorado. [...] Tal oración sin un propósito específico, que pretende ser puro servicio divino se llama, por tanto y con razón 'officium'. Es el 'servicio' por excelencia, el 'servicio sagrado' de los monjes. Se ofrece al Dios trino que, por encima de todo, es digno 'de recibir la gloria, el honor y el poder' (Ap 4,11), porque ha creado el mundo de un modo maravilloso y de un modo aún más maravilloso lo ha renovado” (Discurso en la abadía de Heiligenkreuz, 9 de septiembre de 2007).
Habiendo quitado a Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo del centro y del centro del centro, son por tanto la familia y el hombre los que pierden la conciencia de su propria identidad. En el Ángelus del 27 de diciembre de 2009, el Papa captó el corazón de la realidad de la familia: “Dios ha querido revelarse naciendo en una familia humana, ¡y así la familia humana se ha convertido en un icono de Dios! Dios es Trinidad, es comunión de amor, y la familia es, en toda la diferencia entre el Misterio de Dios y su criatura humana, una expresión que refleja el Misterio insondable del Dios amoroso. El hombre y la mujer, creados a imagen de Dios, se hacen en el matrimonio 'una sola carne' (Gn 2,24), es decir, una comunión de amor que genera nueva vida. La familia humana, en cierto sentido, es un icono de la Trinidad por el amor interpersonal y la fecundidad del amor”.
Sin este horizonte, la moral familiar se convierte en un mezquino juego de mortificar unas veces el amor interpersonal y otras la fecundidad. A su vez, el hombre creado a imagen y semejanza de Dios, si pierde el sentido de Dios, si se separa de Él, queda “reducido a una sola dimensión, la horizontal, y es precisamente este reduccionismo una de las causas fundamentales de los totalitarismos que han tenido trágicas consecuencias en el último siglo, así como de la crisis de valores que vemos en la realidad actual. [...] Si Dios pierde su centralidad, el hombre pierde el lugar que le corresponde, ya no encuentra su lugar en la creación, en las relaciones con los demás” (Audiencia general, 14 de noviembre de 2012) y cae en el engaño de considerarse dios, dueño de la vida y de la muerte, de la verdad y del bien.
La Iglesia es a su vez el centro del mundo, el monte del templo del Señor, “erigida en la cima de los montes” y “más alta que las colinas”, a la que acuden todos los pueblos, para conocer los caminos del Señor y “caminar por sus sendas” (Is, 2, 2-3). Pero un centro “descentrado” ha privado al mundo de su centro de gravedad, piense lo que piense Nietzsche; ha sumido al mundo entero en la desorientación y la desintegración. En sus recientes Apuntes, el Papa emérito volvía a lanzar un lamento y una advertencia: “Una sociedad en la que Dios está ausente -una sociedad que ya no lo conoce y lo trata como si no existiera- es una sociedad que pierde su criterio. En nuestra época se ha acuñado el lema 'la muerte de Dios'. Cuando Dios muere en una sociedad, ésta se vuelve libre, nos aseguran. En verdad, la muerte de Dios en una sociedad significa también el fin de su libertad, porque muere el sentido que ofrece orientación. Y porque desaparece el criterio que nos muestra la dirección enseñándonos a distinguir el bien del mal. La sociedad occidental es una sociedad en la que Dios está ausente en la esfera pública y para la que no tiene nada más que decir. Y por eso es una sociedad en la que cada vez se pierde más el criterio y la medida de lo humano”.
El Papa Benedicto nos cogió de la mano y nos indicó la única solución para la felicidad humana y el nuevo florecimiento de la Iglesia: Dios en el centro de la liturgia, la liturgia en el centro de la Iglesia, la Iglesia en el centro del mundo. Su pontificado fue un rayo de luz que el Cielo concedió a nuestro mundo de tinieblas, y las tinieblas no lo acogieron. Pero seguirá siendo la enseñanza esencial para el hombre esencial; por tanto, nunca desaparecerá.
Publicado en Brújula Cotidiana.