Como la mayoría de las personas, o al menos la mayoría de los católicos, recuerdo exactamente dónde estaba el 2 de abril de 2005, el día en que murió Juan Pablo II. Minutos después de escuchar la aciaga noticia, me junté al aire libre con el padre Joseph Fessio y un pequeño grupo de estudiantes en el campus de la Ave Maria University, en Florida, para rezar por el Papa. No recuerdo qué oraciones fueron, pero sí que cantamos la Salve Regina implorando la intercesión de la Santísima Virgen por el Papa y por la Iglesia.
Aunque estábamos apenados por la muerte de un Papa, nuestras mentes y oraciones ya se orientaban hacia el siguiente. La Iglesia estaba siendo asediada por sus enemigos laicistas desde fuera y traicionada por los modernistas desde dentro. Necesitaba un pastor fuerte y fiel que protegiese al rebaño de los lobos de extramuros, que aullaban oliendo su sangre, y de los lobos con piel de cordero de sus propias filas, que la traicionaban con un beso. Aunque sabíamos que Cristo protegería a su Esposa, era difícil evitar un sentimiento de ansiedad mientras esperábamos la elección del sucesor de Juan Pablo y de Pedro.
Como la mayoría de los católicos, también recuerdo dónde estaba el 19 de abril de 2005, el día en el que fue elegido Papa Benedicto XVI. También fue en el campus de la Ave Maria University donde, unido a todos los católicos del mundo, aguardaba conteniendo la respiración las noticias del cónclave.
Cuando empezó a repicar la campana de la universidad, supe que la espera había concluido. Acababa de salir humo blanco por la chimenea del techo del Vaticano. ¡Teníamos nuevo Papa! Corrí a la cafetería, donde un gran grupo de estudiantes y profesores ya se había congregado alrededor de la pantalla de televisión. La esperanza y la ansiedad llenaban la habituación. La espera se hacía interminable, la tensión insoportable, el silencio ensordecedor. El no saber nada mantenía a raya la elevada carga emocional: era la vorágine del vacío.
Se abrió el portón. Otra espera insoportable antes de que apareciese alguien. Finalmente, el cardenal Jorge Medina Estévez hizo en latín el anuncio largamente esperado: Annuntio vobis gaudium magnum: habemus Papam! Cuando proclamó el nombre de Joseph Ratzinger como nuevo Vicario de Cristo, ¡se abrieron los cielos! Todos en la habitación estallaron de júbilo y alegría, gritando y saltando. ¡Me encontré a mí mismo dando brincos con el decano, agarrándonos mutuamente por los brazos de la manera más indecorosa!
El padre Fessio rompió a llorar de alegría incontroladamente. Antiguo alumno de Ratzinger y estudioso desde mucho tiempo atrás de la obra del cardenal, Fessio, como fundador de Ignatius Press, había publicado la primera traducción inglesa de muchas de los libros de Ratzinger. Para este grande y fiel jesuita, la elección de su mentor a la Cátedra de Pedro no era solamente la respuesta a sus oraciones, sino un sueño hecho realidad. Su alegría personal era una razón adicional para la mía propia, acentuando la euforia absoluta del momento.
Joseph Pearce ha escrito recientemente una biografía de Joseph Ratzinger, titulada 'Benedicto XVI. Defensor de la fe' (TAN Books), con prólogo de Scott Hahn.
Imagino que escenas de alegría similares estallaron en todo el mundo allá donde se hubiesen juntado dos o tres católicos fieles. En contraste, la elección de Ratzinger fue recibida con dolor y horror por aquellos cuyos errores heterodoxos y apóstatas habían sido condenados por el nuevo Papa durante sus muchos años como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Como siempre, estos lobos envueltos en piel de cordero aullaron al unísono con los lobos de los medios laicistas, uniéndose a los enemigos confesos de la Iglesia en su odio al héroe de la ortodoxia que les había hecho retroceder en sus años como fiel y valiente servidor de Juan Pablo II.
En la guerra terminológica que siguió a la elección del Papa, los enemigos de la ortodoxia descalificaron al nuevo pastor alemán como “el rottweiler de Dios”. Aunque la delicadeza y la santidad de Ratzinger no merecían semejante epíteto, resultaba irónicamente acertado que los lobos que querían devorar al rebaño odiasen al rottweiler que les había impedido valientemente hacerlo!
Tal es mi admiración por Benedicto, que siento hacia él lo que G.K. Chesterton sentía hacia el santo dominico Vincent McNabb. Chesterton escribió que “el padre McNabb camina sobre un techo de cristal sobre mi cabeza”. Al menos con la misma intensidad, yo también siento que Benedicto camina sobre un techo de cristal sobre mi cabeza, no solo en razón de su santidad y de su sabiduría y magisterio, sino en razón del gran regalo que su pontificado fue para la Iglesia.
Publicado en National Catholic Register.