La fiesta nacional de Francia, el 14 de julio, conmemora dos importantes acontecimientos revolucionarios: la simbólica toma de la Bastilla (1789) que marca el fin de la monarquía absoluta y, la Fiesta de la Federación (1790), signo de la unión de la nación francesa. Dicho día es celebrado con bombo y platillo, no solo en el país galo sino en varias otras ciudades, como el inicio de la liberación del “pueblo” frente a la “tiranía” sostenida por el trono y el altar. Muchos desconocen que, en realidad, dicho movimiento dirigió una cruenta y feroz persecución contra los católicos. Pues la revolución que, bajo el lema Libertad, igualdad y fraternidad, prometiese construir el paraíso en la tierra, sembró, con sus terribles crímenes y encarnizadas batallas, el caos, la violencia y el terror.
La revolución (dirigida en su mayoría por nobles, intelectuales y burgueses) demostró, desde sus inicios, su inmenso odio hacia la santa religión ("antigua y fanática superstición”) a la cual persiguió con gran saña y de todas las formas imaginables. Especialmente en la región de la Vendée, en donde los leales campesinos emprendieron, decididos a vencer o morir, una heroica defensa a la santa religión mediante un formidable levantamiento contrarrevolucionario, que hiciera tambalear al mismo ejército y ganarse el respeto del propio Napoleón, quien con gran admiración les llamó "los gigantes de la Vendée [les géants de la Vendée].
En la mencionada región, la exterminación fue tal que aterrorizó a los mismos revolucionarios. Se calcula que fueron asesinados de 120.000 a 200.000 personas, aunque algunos historiadores manejan cifras mayores de 300.000. Fue tal la violencia que se utilizó, aun con las mujeres y los niños, que el periodista revolucionario Gracchus Babeuf acuñó el vocablo de “populicidio", antecedente del término genocidio, para describir el exterminio que los soldados revolucionarios realizaron en la Vendée. Pues la revolución que, en nombre de la razón, rechazó la Revelación, entronizó las emociones y exaltó las pasiones; y oscureció las conciencias al revertir el orden religioso, político y social cristiano sostenido por el trono y el altar.
Con ello, Francia fue transformada a tal grado que, como afirmase Jean Dumont, de ser la hija primogénita de la iglesia [la fille aînée de l’Église], como gustaron llamar los Papas a la Francia fundacional, pasó a ser “la constante hija primogénita de la Contra-Iglesia”. No es casual que Francia, que renegó de sus raíces para abrazar la Revolución, sea el primer país de Occidente que ha elevado a derecho constitucional el crimen del aborto.
Como vemos, a pesar de las ruinas que ha dejado a su paso, la ideología naturalista, impía y hedonista que guía a la revolución sigue ganando terreno: pervirtiendo las inteligencias, calumniando a la Iglesia y reescribiendo la historia a fin de acomodarla a su discurso. No en balde debemos a los “ilustrados” del “siglo de las luces” los vocablos "oscurantista" y "medieval" para designar la época en la cual, como afirmase León XIII, “la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados”. Hemos olvidado que los remanentes de bien, verdad y belleza que aún guarda Occidente los debe a la Santa Fe que el enemigo, perversamente, se empeña en destruir por completo.
Ya que, parafraseando al Papa Pío XII, en estos últimos siglos se ha tratado de realizar la disgregación intelectual, moral y social de la unidad en el organismo misterioso de Cristo. Se ha promovido la naturaleza sin la gracia; la razón sin la fe; la libertad sin la autoridad; a veces la autoridad sin la libertad. Y con ello, se ha fabricado una economía sin Dios, un derecho sin Dios, una política sin Dios con el fin de eliminar por completo la presencia de Cristo y de su iglesia en las naciones, en los gobiernos, en las leyes, en las instituciones, en la sociedad y hasta en la familia.
El liberalismo proclama el dogma de la independencia absoluta del hombre respecto a Dios y su lema es el impío Non serviam. El catolicismo, por su parte, proclama el amor a Dios y la sujeción absoluta del hombre a la ley moral, que encuentra en el servicio a Dios su plena libertad.
Liberalismo y catolicismo representan las dos ciudades, totalmente opuestas entre sí, de las que nos habla San Agustín: “Dos amores han dado origen a dos ciudades: el amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios, la terrena; y el amor de Dios hasta el desprecio de sí, la celestial. La primera se gloria en sí misma; la segunda se gloria en el Señor. Aquélla solicita de los hombres la gloria; la mayor gloria de ésta se cifra en tener a Dios como testigo de su conciencia. Aquélla se engríe en su gloria; ésta dice a su Dios: 'Gloria mía, tú mantienes alta mi cabeza' (Salmo 3,4). La primera está dominada por la ambición de dominio en sus príncipes o en las naciones que somete; en la segunda se sirven mutuamente en la caridad los superiores mandando y los súbditos obedeciendo. Aquélla ama su propia fuerza en los potentados; ésta le dice a su Dios: 'Yo te amo, Señor; tú eres mi fortaleza' (Salmo 17,2)".
Desdeñemos todo aquello que nos aleje de Cristo y pidamos la gracia de la verdadera sabiduría: aquella que sabe que el fin supremo al que debe aspirar la libertad humana no es otro que el mismo Dios.