David Morrison es un estadounidense que hacia 1993 no solo hacía rato tenía su homosexualidad asumida con una relación de pareja estable, sino que además llevaba varios años involucrado en el activismo gay. Nacido hacía treinta años, practicaba la homosexualidad desde los trece, es decir, más de la mitad de su vida.
No era mala persona. Por el contrario, vivía de la manera en que lo hace un buen hombre o mujer heterosexual que, después de los desvaríos de la juventud, enriela su vida y además se ocupa de ayudar a otros, lo cual es bastante para los estándares individualistas de las sociedades actuales. “Tras un período de promiscuidad rutinaria, me establecí con una pareja que yo esperaba fuese para toda la vida. Empecé a hacer progresos en mi carrera de escritor y editor. Me compré una casa, iba de vacaciones a lugares de afluencia gay, la mayor parte de mis amigos eran gay, y hablé a mi familia del cambio en mi identidad sexual. Llegado el tiempo, comencé a dar algo de mi tiempo y de mi dinero para ayudar a amigos y extraños a combatir la catástrofe del sida”.
De acuerdo con el prisma actual de lo políticamente correcto, Morrison no sólo sería merecedor de la simpatía de todos sino además de toda la felicidad humana posible, e incluso su caso podría ser tenido como una demostración de que la homosexualidad es normal y que su consideración como una tendencia contra natura no es más que un resabio de una moral retrógrada y cruel.
Pero la naturaleza es implacable, no perdona. A pesar de su vida “ordenada” y “ejemplar”, Morrison vivía entre la angustia y la desesperación, aunque no sabía por qué. Lo entendería más tarde. “Mirando hacia atrás… me doy cuenta de que la angustia que experimentaba entonces era el resultado inevitable de una vida construida sobre las arenas movedizas de una identidad irrefrenablemente sexualizada y sexualmente activa”. Es que el ser humano es mucho más que un ente sexual. La sexualidad es una de sus dimensiones, importante sin duda, pero de ahí a construir la propia identidad sobre ella hay un salto que equivale a lanzarse al vacío. Es lo que experimentaba Morrison, según él mismo confiesa: “El común denominador sexual por el que la comunidad gay elige definirse a sí misma produce muy a menudo una cultura que es aburrida hasta el punto de adormecer, peligrosamente autoindulgente y espiritualmente atrofiada”.
Hastiado de esa sensación, un día Morrison la comentó a un amigo y éste, que al parecer nunca había entrado a una iglesia, le sugirió rezar. Morrison se sorprendió y se sintió ofendido. Su única experiencia religiosa había consistido en unas clases de catecismo en una iglesia baptista de Washington cuando niño, pero poca ‒o aparentemente ninguna‒ influencia perdurable habían ejercido en él. Hasta que unos seis meses después de la sugerencia de aquel amigo, Morrison, de manera súbita, en su dormitorio, se arrodilló y atinó a decir: “Señor, ni siquiera sé si existes, pero, si es así, estoy seguro de que te necesito”. Años más tarde, al contar su experiencia en Un más allá para la homosexualidad (Palabra), la nitidez y frescura del recuerdo de ese momento queda estampada en el relato: “El viento agitó ligeramente la cortina de la ventana abierta y, de repente, me di cuenta profundamente de una presencia en la habitación. Su presencia. No es que yo viera ni que oyera a Jesús, pero, del mismo modo que un cambio de presión tapona los tímpanos o la atmósfera es más pesada antes de la lluvia, supe que Él estaba allí. Era Jesús. Estaba ahí y me amaba”.
Así como la luz que deslumbró a Saulo camino a Damasco fue solo el comienzo de su conversión, la brisa que entró por la ventana del dormitorio de Morrison lo puso en el inicio de una búsqueda que lo llevaría por derroteros que en ese momento no podía imaginar. Lo primero fue encontrar una iglesia donde cultivar el cristianismo, pero no conocía ninguna ni a nadie que fuera cristiano. Inspirado en lo bien que le habían caído unos anglicanos que había conocido en unos grupos de trabajo para ayudar a personas con sida, el domingo siguiente asistió a los oficios de una parroquia episcopaliana (versión estadounidense de la Iglesia Anglicana).
No pasaría mucho tiempo antes de que tuviera que enfrentar el tema de la compatibilidad entre la práctica homosexual y el cristianismo. En forma paralela a su participación en la comunidad episcopaliana y como parte de ese enfrentamiento, se integró a Dignity, un grupo “católico” que contradice la enseñanza tradicional de la Iglesia sobre la sexualidad al postular la aceptación de homosexuales, bisexuales y transexuales como tales, y a Integrity, con la misma misión pero dentro del anglicanismo. Sin embargo, la experiencia en estos grupos no resultaba satisfactoria para Morrison, a la vez que crecía su convicción de querer vivir el cristianismo, al punto de pedir, y recibir, el bautismo dentro de la Iglesia Episcopaliana.
A esa altura el camino espiritual de Morrison consistía en un esfuerzo personal por construir en su cabeza una teología gay, esto es, una mixtura entre el cristianismo y la ideología gay. Pero mientras más avanzaba en su intento más se daba cuenta ‒especialmente después de su bautismo‒ de que los postulados de la ideología gay, principalmente la fundamentación de la identidad personal sobre la sexualidad, no calza con la visión de la persona humana que propone el cristianismo. La razón es que, afirma Morrison convencido, ningún ser humano, dada su dignidad, debe ser tratado sólo como un objeto sexual, pero las relaciones entre personas del mismo sexo necesariamente implican tratar al otro de esa manera. Aclarado este punto en su conciencia, el desafío estaba claro: “Confrontado con la verdad, sabía que tenía que elegir. El amor, Cristo y la fe verdadera exigían que cesara de tratar a mi pareja, o a cualquier otro, como un objeto para una evaluación sexual o para el placer”. Y entonces, en un acto de valentía que evoca la conversión de San Agustín, decide abandonar la práctica homosexual con su pareja y asumir la castidad.
Obviamente, ni Dignity ni Integrity estaban en la línea asumida por Morrison. Pero sí era el caso de Courage, asociación creada por un sacerdote católico para apoyar a toda persona que vive con atracción homosexual en su esfuerzo por llevar una vida casta. Para Morrison el abandono de la homosexualidad activa fue como la caída de las escamas de los ojos de Saulo en casa de Ananías, y a continuación el ambiente de Courage, el ejemplo de los santos y el estudio de la doctrina católica lo condujeron a su conversión definitiva: “Si esto es lo que la Iglesia católica cree, ¿por qué no somos todos católicos?... Después de todo, ¿dónde está la verdad?”
El relato autobiográfico que hace Morrison en Un más allá de para la homosexualidad constituye un testimonio extraordinario de búsqueda de la Verdad y la Fe. Pero luego de relatar la conversión del autor, el libro además desarrolla una apología apasionada y, sobre todo, lógicamente argumentada, de la enseñanza tradicional católica sobre la sexualidad. Su argumentación, incluso separada de su testimonio de vida, es más que suficiente para que muchos católicos que hoy se tambalean en su apego a la enseñanza tradicional arrojen lejos de sí sus vacilaciones. ¡Qué curiosa y hermosa paradoja es esta que se da no pocas veces en la historia de la Iglesia, de que sean “afuerinos”, conversos como Saulo, Agustín o Chesterton, quienes muestren la Verdad a quienes desde pequeños han vivido en Ella!
Verdaderamente, entiende Morrison, toda persona, cualquiera sea su tendencia sexual, es un hijo de Dios infinitamente amado por Él y sobre esta verdad inconmovible los seres humanos debemos construir nuestra identidad. Al mismo tiempo, la homosexualidad es una tendencia contraria a nuestra naturaleza y, aunque quienes la experimentan no quedan privados de la filiación divina, actúan en disonancia con ella al momento de practicarla, como ocurre con cualquier otro impulso que aleje a la persona de su verdadero fin, como la avaricia, la codicia o la gula. Y esto no es así porque lo diga la Iglesia, sino que la Iglesia lo enseña porque es así: “Del mismo modo que los físicos no tienen potestad para cambiar simplemente las leyes de la gravedad, la Iglesia no la tiene para cambiar la realidad moral. Mil obispos reunidos durante mil años podrían declarar cada año que el sexo prematrimonial, el divorcio, la masturbación, la pornografía, el adulterio o los actos homosexuales son aceptables e incluso dignos de alabanza. Pero sus miles de declaraciones no cambiarían la naturaleza de dichos actos y no impedirían a los seres humanos pagar un precio físico, emocional y espiritual por ellos”.
Morrison lo entendió porque lo vivió. Y da testimonio.