Los ingentes adelantos tecnológicos y científicos han ensoberbecido al hombre a tal grado, que muchos han sustituido la religiosidad natural por la idolatría del hombre y de todo aquello que se considera parte de un “progreso” que se antoja imparable. De esta manera, el hombre actual ha sido seducido con la primitiva, pero siempre atractiva promesa luciferina: “Seréis como dioses” (cf. Gén 3, 5).
Mas, a pesar de todos los innegables adelantos que ofrece nuestro mundo, nuestros días sobre la tierra siguen siendo, como advirtiese el santo Job (8, 9) una sombra. Pues por más larga, placentera y próspera que sea esta vida, bien sabemos que, más temprano que tarde, llegará a su fin. No obstante, y a pesar de la evidente brevedad de nuestros días, evitamos ser interpelados por las trascendentales cuestiones que giran alrededor de la vida y la muerte, a fin de no perturbar nuestra estancia en un mundo en el cual, aunque estamos solo de paso, nos hemos instalado como si fuésemos a vivir por siempre o como si esta vida fuese todo cuanto hay, ya que evitamos a toda costa la reflexión y la preparación de nuestra propia muerte.
Al parecer, hemos olvidado las perennes enseñanzas de la Iglesia sobre el juicio y la retribución divina, las cuales afirman que todo hombre, después su muerte, comparecerá ante el Justo y Supremo Juez que nos ha advertido: “Velad, pues que no sabéis el día ni la hora” (Mt 25, 13).
Paradójicamente, al tiempo que se rechazan los dogmas que esclarecen nuestras dudas sobre la vida y la muerte, dándoles a ambas sentido, crece en nuestra sociedad la fascinación por el ocultismo, la cábala, el espiritismo, la adivinación, la magia y todo tipo de tendencias esotéricas. De ahí que nuestras pías y santas costumbres relacionadas con los difuntos (como las misas y oraciones) estén siendo reemplazadas por todo tipo de rituales neopaganos, fiestas estrambóticas y, aun entre los cristianos, por celebraciones frívolas y sentimentaloides. Puesto que las incómodas postrimerías -muerte, juicio, infierno, gloria- las hemos borrado de nuestra memoria para abrazar la falsa, mas muy popular creencia, de la salvación universal que deja prácticamente vacío el lugar del llanto y crujir de dientes del cual Dante advirtiera: “Los que entráis aquí perded toda esperanza” (Divina Comedia, Infierno, III, 9). Curiosamente es, precisamente la esperanza, la que se está perdiendo en un mundo que, siguiendo el consejo de John Lennon, vive imaginando que no hay infierno bajo nosotros... ni paraíso al cual aspirar y que, al rechazar a Dios, está cada vez más lejos del Edén y más cerca del Averno.
Dado que el hombre, creado para la eternidad, es solo un peregrino en esta tierra, no puede contentarse con los bienes y placeres terrenales que, por cuantiosos o atractivos que parezcan, son efímeros y banales. Por ello debemos tener siempre presente la amorosa advertencia de Cristo: “Y ¿qué aprovecha al hombre ganar todo el mundo si pierde el alma? ¿O que podrá dar el hombre a cambio de su alma?” (Mateo 16, 26).
No caigamos en los engaños con el que el mundo busca atraernos (y perdernos). Recordemos que nadie puede servir a dos señores, pues o bien aborreciendo a uno menospreciará al otro, o bien adhiriéndose a uno menospreciará al otro. No podemos servir a Dios y a Mamón. Despreciemos los bienes y placeres terrenales. Mejor adquiramos los tesoros del cielo de tal manera que al momento del juicio podamos escuchar de Cristo: “Muy bien, siervo bueno y fiel; has sido fiel en lo poco, te constituiré sobre lo mucho; entra en el gozo de tu señor” (Mateo 25, 23).
Noviembre es un excelente mes para recordar que en medio de la vida estamos en la muerte (Media vita in morte sumus, Antífona de Septuagésima). Mas, como cristianos, sabemos que con la muerte la vida cambia, no se quita (Vita mutatur, non tollitur, Prefacio de Difuntos). La muerte no es el final, pues nos abre la eternidad, ya sea ésta la condenación o la bienaventuranza. Por ello, puede ser un día temido y terrible o dichoso, si vivimos como verdaderos hijos de Dios teniendo presente que, como señalase Santa Teresa, vida verdadera la hay sólo en el cielo.
Por ello, prepararnos para la muerte es prepararnos para la verdadera vida. Bien lo saben los santos, algunos de los cuales solían tener en su alcoba una cruz y una calavera. La cruz redentora, para tener siempre presente el amor supremo de Jesucristo por los hombres, y la calavera para recordar constantemente su propia muerte y así vivir cada día velando como si fuese el último; de tal manera que podían decir, como San Pablo: “Porque para mí el vivir es Cristo y el morir es ganancia” (Filipenses 1,21).
La buena vida es la que se vive de cara a la muerte. Es decir, la que se vive con los ojos, la mente y la voluntad apuntando al cielo con la confianza de que, a pesar de nuestros innumerables pecados, miserias e iniquidades, Nuestro Señor nunca rechaza un corazón contrito y humillado (cf. Sal 51 [50], 19).
Pidamos a la Santísima Virgen que, como Madre nuestra, transforme nuestro corazón de piedra por un corazón puro y humilde que ame a Dios sobre todas las cosas. Y roguemos a San José que, en nuestras postreras horas, contemos con los santos sacramentos y la gracia de una buena muerte de tal forma que ésta sea, no el final, sino el comienzo de la vida eterna.
Parafraseando a Santa Teresa: que tu mayor deseo sea ver a Dios, que tu mayor temor sea perderlo, que tu gozo sea la esperanza del Cielo y así vivas tu vida de tal suerte, que vivo quedes en la muerte.