Empieza a planear sobre nuestras cabezas el fantasma de la huelga general. Y aunque ya tiene fecha (29 de septiembre), no vemos clara su consistencia, su realidad, su concreteza; por eso hablo de fantasma, de ese no sé que que pulula en algún sitio. Una cosa queda patente, con una clarividencia diáfana: la situación económica, y por ende laboral y social, es cada vez más insostenible.
¿Conseguirá algo esta huelga? Por cierto, hay que apuntarse la fecha, que de aquí a entonces… La opinión más común es de descontento ante los sindicatos, seguir apretándonos el cinturón, y me temo que de un seguimiento similar a la reciente huelga de funcionarios. ¿No nos damos cuenta de que la situación empeora por momentos? Sí, creo que sí, pero en ocasiones parece más profundo el análisis de cuatro amigos tomando un café que el de asesores y políticos en la Moncloa o en el congreso de los diputados.
Y aquí ya hay algo importante: estamos analizando qué pasa, estamos pensando, estamos usando lo que nos diferencia del perro que sacamos a pasear, más allá de que yo estoy en un extremo de la correa y él en el otro. En ese pensamiento, y analizando la situación económica actual, he encontrado una frase que merece la pena ser tomadas en cuenta.
La ganancia es útil si se orienta a un fin que le dé un sentido, tanto en el modo de adquirirla como de utilizarla. El objetivo exclusivo del beneficio, cuando es obtenido mal y sin el bien común como fin último, corre el riesgo de destruir riqueza y crear pobreza.
En estos últimos meses el déficit y las deudas están estrechando su cerco a España, se está «destruyendo riqueza y creando pobreza». ¿Será que hemos obtenido beneficio, riqueza, dinero, de modo fraudulento, incorrecto, doloso? ¿Habremos olvidado ese concepto tan eclesial y sindical, de los sindicatos de verdad, llamado bien común? Si los síntomas son los aquí descritos, volvamos a la primera consideración de este analista, humano y divino (Benedicto XVI): volvamos al beneficio orientado a un fin que le dé sentido, que esté orientado al bien de toda la persona.
Ante los ladrillos que se caen y el balcón a punto de precipitarse al vacío, corremos el riesgo de agitarnos mucho para arreglar la fachada. Pero el problema principal no está ahí. La clave del problema está en los cimientos, y sólo arreglando éstos la casa podrá resistir. Tal vez se nos caiga el balcón, y lo tendremos que reconstruir; pero si no fortalecemos los cimientos, el balcón, por más bonito y apañado que lo dejemos, será únicamente el escombro más alto de un montón de escombros.
El cimiento de la sociedad está en aquellos que la formamos, y en el respeto a sus características propias, a su estructura o naturaleza. En primer lugar a su cuerpo, a su bienestar físico y material. Todavía quedan personas que acusan a la Iglesia de ocuparse sólo del alma y olvidar el cuerpo. Afortunadamente, basta pensar en las cada vez más largas listas de cáritas, sin salir de España, para darnos cuenta de que realidad es muy distinta.
Más importante que el bien del cuerpo, el así llamado «estado de bienestar» se encuentra el bien del alma. Y el alma no es una invención de los curas o de las monjas (los psicólogos hablan mucho de ella, o deberían hacerlo si se precian como psico – logos, estudiosos del alma). Anima, alma o espíritu es aquello que nos distingue de una piedra, de un árbol o de un pez. Es la capacidad de pensar, de amar, de querer. Una acción que prive a la otra persona de pensar, que le desprecie por sus ideas, o que trate de imponer su verdad a toda costa constituye un gran hueco en el cimiento de nuestra sociedad.
Y llegamos al punto clave, después de haber puesto estos dos cimientos, el bien del cuerpo y el bien del alma: el reconocimiento de nuestro límite, y de que hay Alguien por encima de nosotros, Alguien que nos ama, y por lo mismo Alguien que debe ser amado, obedecido, Alguien a quien debemos someternos.
Sobre éstos cimientos sí es factible construir cualquier sociedad, y vendrá la lluvia, el huracán, el ciclón, y la casa permanecerá firme.