Dedicar parte de la noche a orar es mucho más que sacar un rato para Dios cuando el día no nos dio para hacerlo. Es ofrecerle y ofrecernos un tiempo fuera del tiempo, que puede ser el más valioso de nuestra jornada. Porque consagrando esos momentos ejercemos un acto de la más pura fe, ya que humanamente no tendría ningún sentido acortar las horas de sueño si no fuera por la certeza de estar comunicándonos con quien más importa. Porque cuando no damos la prioridad solo a lo urgente se nos abre una ventana hacia lo eterno. Además estas son horas en que no pretendemos guardar ninguna apariencia y quedamos al descubierto ante el único que ve límpidamente nuestra intimidad, que es donde habita nuestra verdad. Por eso supone verdadera valentía y humildad, virtudes que tanto nos asemejan a Cristo. No por casualidad toda la historia de la fe, desde Abrahán hasta el Apocalipsis, está atravesada por las intervenciones de Dios en las noches de quienes se han abierto al diálogo con Él.
Pero en particular las noches de la Semana Santa nos brindan una ocasión única para adentrarnos en el misterio de la comunicación de Dios y con Él. Comunicación de Dios porque estas noches nos acercan a qué y cómo Cristo habría dialogado con el Padre en sus últimas vigilias. Él sabía que había venido a esta tierra como el cordero que sería inmolado para quitar el pecado del mundo (Juan 1, 29-34). Cordero prefigurado en el que las familias hebreas ofrecieron el plenilunio del mes de Nisán, cuando fueron liberadas de su esclavitud en Egipto. El nombre de este mes significa “renuevo”, “brote”, porque se inicia con el equinoccio boreal de la primavera. Y como maestro en interpretar los signos de los tiempos, Cristo habría contemplado el creciente de la luna de esa semana como señal de la proximidad de la hora, su Hora, en que se ofrecería a sí mismo como el definitivo cordero pascual que redime la humanidad. Por eso la noche antes de su oblación reconoce que ha de ofrecer su cuerpo y sangre como la nueva alianza para el perdón de los pecados (1 Corintios 11, 23-24; Mateo 26, 26).
Alzar los ojos al cielo en estas noches para ver crecer la luna hasta su plenitud el Viernes Santo nos adentra en ese diálogo entre el Padre y el Hijo. Diálogo de agonía, y por eso mismo lucha dramática esencial del cristianismo. Tensión de amor y dolor entre el cielo y la tierra, combate y rendición victoriosa. Diálogo de Dios, Padre e Hijo en el Espíritu Santo, que se prolonga en el que nosotros establecemos con Él como cuerpo de Cristo, quien ya no eleva sus ojos entre los olivos del huerto, sino entre las tinieblas de las horas trágicas de la humanidad. En rendición de amor, también le pedimos que termine de pasar de nosotros el cáliz que puede parecernos demasiado amargo, pero que ante todo sea su voluntad la que se realice. Por esta voluntad, Él va haciendo germinar los brotes de una humanidad renovada en la fe y en el amor, que muestran su belleza en estas mismas noches en que acompañamos su agonía. Noches oscuras, ciertamente, pero por eso mismo propicias para volver a nuestra esencia más pura.
Si no tuviéramos este tiempo fuera del tiempo
qué poco entenderíamos del tiempo que nos hace
mientras nos desgrana.
Atiende
a la fuente. Ella estará
Después de habernos ido, cuando la tierra
nos acoja en su hoguera. Nuestras venas
como pregón de arroyo hasta el mar.
Si no confías
todo pasará sin que nadie lo recuerde.
Esa luna
libera nuestras almas del impetuoso aturdimiento.
Te hablo
desde donde estamos solo por instantes
para así un día,
el próximo, el inminente,
habitar del todo en él.
Christian Díaz Yepes es vicario parroquial de La Asunción de Torrelodones (Madrid).