Entre las cosas buenas del coronavirus, una de ellas es que nos está haciendo pensar a muchos. Unos tratan de contener la epidemia, otros nos dan consejos prácticos, otros hacen psicología para evitar la histeria colectiva y a otros, entre ellos a mí, nos interesa más la cuestión trascendente. He dedicado mi vida a escuchar la cantidad de sandeces que desde el siglo XIX hasta hoy se han dicho, sobre todo por parte de algunos filósofos, pensadores y científicos, para enfriar en los corazones cualquier deseo o atisbo de superar la pura materia. Este bichejo de nombre tan rimbombante creo que nos está colocando un poco en nuestro sitio. En lo científico nuestra derrota es inapelable. La única defensa que tenemos es parapetarnos para que no entre.
Hoy, sin embargo, quiero hablaros de otra cosa más sugerente. Hace unos días descubrí mi celda después de vivir en ella muchos años. Me sucedió como a Unamuno, que siendo vizcaíno de nacimiento y escuchando el rumor de las olas desde la cuna, no fue capaz de descubrir el mar. No se enteró de que existía tal cosa. Metido en sus elucubraciones y en sus sentimientos trágicos no se percató de su presencia en su vida. Lo descubrió cincuenta años más tarde en Fuerteventura, una isla canaria de arena y perfiles marinos, donde pasó varios años desterrado por el gobierno español. Allí descubrió el mar y su alma se llenó de poemas y de brisas azules. Gracias a este descubrimiento soportó con brillantez interior su largo destierro en aquella solitaria isla.
Yo me encuentro ahora desterrado por el coronavirus en mi habitación. Eso es, por lo menos, lo que me recomiendan y trato de cumplirlo. Pero ¿cómo se sobrevive en una habitación? Ya sé que soy un paciente de mucho riesgo y que tengo que cuidarme, mas tengo que convencerme de que merece la pena. No estoy acostumbrado a vivir en una habitación solo, sin agenda, sin compromisos, sin planes de futuro, sin visitas. Una soledad vacía me inquietó los primeros días: ¡Dios mío, la que me espera por culpa de este dichoso parásito! He intentado llenar mi celda de sentido proponiéndome nuevas cosas, pero resultaban ser postizas y no me enganchaban y, de repente, la iluminación: yo había estado muchas horas en la habitación pero la habitación no había entrado en mí. No la había descubierto. Yo estaba en ella pero la había utilizado pensando en mis cosas, en mis problemas, en mis estudios, en mis escritos, en mis enfermedades, en mí. Entonces me di cuenta que la habitación, como Fuerteventura, es un espacio contemplativo que no tengo que llenar sino dejar que me llene. Descubrí que estaba llena de Espíritu Santo, ese ser que no ignora ningún sonido ni se le oculta ninguna soledad.
Esto es una experiencia espiritual pero plenificante. A mí, como soy creyente, me ha ilusionado. Me gusta encontrarme con algo dentro de mí. Una habitación sin descubrir destruye la oración, una vez descubierta disfrutas del placer de la interioridad. De lo contrario, siempre estás fuera de ti aun en el lugar o el momento de mayor intimidad. Te aseguro, amigo mío, que si no descubres tu hogar contemplativamente no amarás bien a tu mujer ni educarás a tus hijos; los llenarás de tus rollos, manías y preferencias. El hogar es el espacio vacío del amor y solo se llena con una sabiduría trascendente que viene de arriba. Si eres creyente, llámala Espíritu Santo.
Le voy cogiendo gusto a esta soledad. Me doy cuenta que la contemplación no consiste en decirle cosas a Dios sino en dejar que Él te las diga a ti. Para eso se necesita cierto ejercicio y cierta unción. No llega el primer día. Pero mejor ocasión que esta para entrenarse un poco no podemos encontrarla. Si nos dedicamos a ver solo programas de ocio y diversión, al final el estrés, el temor y el nerviosismo podrán contigo y lo pagará el resto de la gente con la que vivas. No hay mal que por bien no venga. Cuando haya pasado todo esto tal vez hayas crecido un poco en interioridad.
Publicado en Maranatha.