Debajo de una encina, como Gedeón (Jue 6, 19) y como Josué (Jos 24, 25), para percibir la presencia del Señor, para recordar y renovar la Alianza con Él. Les hablo de mi amigo Javier que, en un hermoso lugar cercano a la ciudad de Plasencia, en familia y con un teléfono móvil en la mano, se acomoda para participar en la Eucaristía dominical. Todos tenemos añoranza del Templo, de la comunidad, y por supuesto, de los sacramentos. Las circunstancias nos lo impiden y nosotros, con responsabilidad, nos quedamos en casa. Pero todos nos disponemos a celebrar el tercer domingo de Pascua y a recorrer el camino de Emaús. En esta ocasión, también hay ofrenda, vamos a celebrar la Alianza nueva y Eterna: Jesucristo resucitado nos explica las escrituras y parte para nosotros el pan.
Por mi parte, nunca me hubiera imaginado tener que celebrar la Eucaristía solo, en la magnífica capilla del San Pablo, mirando y dirigiéndome únicamente a un ordenador. Es muy duro, aunque no tanto como muchas situaciones vividas estos días. Escribo para agradecer de corazón todo lo que se percibe “al otro lado”. Habrá tiempo para realizar análisis más rigurosos, aunque les aseguro que, providencialmente, se descubre cada día, cercanía, vida, mucho dolor, y un deseo enorme de Dios, una necesidad inmensa de experimentar su amor y su consuelo. Testifico que no hay reproches, no hay dudas, y ni siquiera desánimo, al contrario, se percibe el milagro de acoger la Palabra como lo que es, “descanso del alma” (Sal 19, 8).
Ya confinados muchos días, hemos hecho juntos el recorrido de la Cuaresma, la Semana Santa y, cuando escribo esto, nos encaminamos hacia el cuarto domingo de Pascua, el 3 de mayo, domingo del Buen Pastor, en el que vamos a agradecer la maternidad de María, y la de nuestras queridas madres. En todo este tiempo, una constante: la acción salvadora de Dios en favor de su pueblo, su presencia como luz, su mano amiga y fiel que nos acompaña. Debajo de una encina, en un hospital, en casa delante de un ordenador o de un altarcito frente al televisor, o con un sencillo teléfono, ahí nos encontramos. Pedimos cada día por el eterno descanso de familiares, amigos y compañeros que han fallecido; recordamos a los enfermos, a sus seres queridos, a los que les cuidan, un personal sanitario que está destacando por su eficacia, entrega y generosidad; en nuestro corazón, con mucho agradecimiento, nuestros mayores, a los que tanto debemos; pedimos por los que se han quedado sin trabajo o están con serios problemas económicos; por los numerosos voluntarios; por los que velan por atender y custodiar a la sociedad, desde muy diversos ámbitos; damos gracias por los que se han curado; por los que han nacido; agradecemos la inmensa labor de los sacerdotes, de toda la Iglesia. ¡Todos nos sentimos escuchados! Esta es la constante. Antes y después de cada celebración se reciben numerosos mensajes, siempre de petición y con la gratitud por la Eucaristía y por la Palabra, por el consuelo y el cariño de Dios, porque la oración y especialmente la Eucaristía, nos dicen, “ayudan a mantenernos firmes en la fe”, o porque creer “me ayuda mucho, me siento privilegiado”, y vivir la fe en estos momentos y de esta manera “hace que la situación se lleve con verdadera esperanza”.
Debajo de una encina, en tiempos de mucha dificultad para el pueblo de Israel, Gedeón recibió el saludo del Señor, “el Señor está contigo” (Jue 6, 12), le declara la misión de salvar a Israel de manos de Madián, y le anima a pesar de la debilidad: “yo estaré contigo” (Jue 6, 16). ¡Ánimo! ¡El Señor está con nosotros!