Hay ciudades que solo se pueden plantear como ciudades-museo, externamente atrapadas en el tiempo. Son lugares rebosantes de historia que son atravesados por multitudes de turistas, no pocas veces sin detenerse a mirar pausadamente. Dan la impresión de que son nómadas que no van a ninguna parte, aunque tengan marcado un itinerario, y que suelen aliviar la fatiga de sus ojos con compras y comidas. Cuando se publica un nuevo libro sobre alguna de estas ciudades, y siempre que no pretenda ser una guía, suelo fijarme en lo que el autor tiene que contarnos de sus vivencias personales, más allá de este tiempo líquido y emocional plasmado en las imágenes captadas por el teléfono móvil, donde finalmente reposarán en el olvido.
Por eso hay que aplaudir un libro original, Contra Florencia [La Línea del Horizonte], de Mario Colleoni, un acreditado historiador del arte que sabe mucho de las bellezas del Renacimiento italiano.
Es una pequeña colección de retazos de la historia de Florencia que busca atrapar al lector. De este libro se saca la conclusión de que saber relacionar es aspirar a saber más, y no cualquier cosa sino el saber en función de la belleza. En una de las historias de este libro conocemos, por ejemplo, a alguien que quiso inútilmente atrapar la belleza, como Vincenzo Peruggia, el hombre que robó en 1913 la Gioconda del museo del Louvre y la llevó a Florencia. Pensó que la estaba devolviendo a Italia de donde supuestamente Napoleón la había expoliado, y de paso pretendía poner fin a sus dificultades económicas. Su razonamiento era falso, pues Leonardo regaló al rey Francisco I esta obra, pero al menos Peruggia tuvo la satisfacción de contemplar a solas una sonrisa de memoria inmortal.
Contra Florencia es un libro de reposada lectura. Es lo más extraño a una guía, pues está salpicada de acontecimientos y reflexiones de un autor que ha hecho de Florencia su segunda casa. Colleoni deambula por las calles de Florencia, a la interminable búsqueda del auténtico pasado, muchas veces oculto en un presente que mira a todas partes y no ve nada de lo esencial. Hay muchos pequeños detalles, en los que se mezclan cultura y hechos religiosos, insertos en esa imprecisa frontera que separa en Italia la Edad Media del Renacimiento. En realidad, el autor no separa la cultura de la vida. No separarlas es útil para superar el cansancio del turista incapaz de incorporar la belleza a sus vivencias del día. La curiosidad y el dato se pegan a su piel, pero no son capaces de introducirse en su alma.
Colleoni recorre con minuciosidad los palacios florentinos, pero no se olvida de los refectorios de los conventos, soberbia manifestación de la vida, el arte y la religión, y describe con precisión la estética, diferente y opuesta, de artistas tan influyentes como Brunelleschi y Ghiberti. Sin embargo, huye al mismo tiempo del descriptivismo, algo que pueda considerarse en un defecto en algunos profesores de arte, capaces de hacer el más completo inventario y no percibir la más mínima estética. La belleza siempre ha estado reñida con la catalogación. Me imagino que el autor estaría de acuerdo con este juicio.
El libro es también una requisitoria para no separar a Florencia del humanismo, pues el humanismo es vida, la vida interior del hombre. La belleza no depende de la obra de arte en sí misma sino de cómo nos aproximamos a ella. Esto debería de servir para superar ese historicismo que atenaza desde hace tiempo a la vida cultural. Ese historicismo hace que todo gire en torno al pasado, aunque el resultado suele ser una naturaleza muerta, un objeto de consumo que solo se recrea en la percepción externa, que ni entiende ni comprende, y probablemente tampoco tiene la voluntad de hacerlo.
Contra Florencia es además una reivindicación de Giovanni Papini, un autor que Colleoni admira en su primera etapa literaria, lejos de ese apologista del cristianismo, que a veces resulta más papiniano que cristiano. En 1913 Papini pronunció una conferencia, “Contra Florencia”, que da título al libro. Allí arremetió contra una ciudad que solo vive por y para el turismo, en términos parecidos a lo que escribiría sobre Roma con motivo del Año Santo de 1950. Los florentinos han terminado por vivir encerrados en sí mismos, orgullosos de los recuerdos que hicieron de la ciudad una especie de Atenas de Occidente. Papini les diría, y les podría seguir diciendo, que están muertos en vida, pues no viven de su trabajo sino de la curiosidad de los extranjeros. El resultado es que el pasado termina por carecer de autenticidad. Hay una paradoja en la restauración de las obras del pasado, y es que ese esfuerzo no sirve para enriquecer espiritualmente nuestro presente.
Como tantas otras ciudades culturales, Florencia parece haber separado la cultura de la vida. Habría que preguntarle a Mario Colleoni si esto es una enfermedad de Europa. Es una Europa que presume de tener la generación joven más preparada de su historia, en apariencia cosmopolita y viajera. Sin embargo, esto podría ser perfectamente compatible con la falta de sensibilidad artística o el desdén por los libros.
Estamos ante una obra que es una invitación a la lectura. Dice el autor: “Los libros cambian a quien los lee. Nos hacen más humanos”. Humano, humanidades, humanismo. Son palabras casi en desuso. No hemos sabido sacar todo el potencial de lo humano y estamos pensando ya en el transhumanismo, que es pura voluntad de poder y que encierra las trágicas semillas de la deshumanización.
Publicado en Páginas Digital.