«Para responder a esta pregunta hay que recordar dos verdades fundamentales. La primera es que el hombre está llamado a vivir en la verdad y en el amor. La segunda es que cada hombre se realiza mediante la entrega sincera de sí mismo» (Carta de Juan Pablo II a las Familias Gratissimam sane nº 16). La educación por tanto está al servicio de la verdad, enseñando ante todo qué es lo que está bien y qué es lo que está mal y tiene como objetivo un proceso de maduración o de crecimiento y construcción de la personalidad, y como lo que da sentido a la vida es el amor, educar es transmitir lo mejor que uno ha adquirido a lo largo de la vida, lo que supone fundamentalmente enseñar a amar. Educar es, ya desde la infancia, sembrar ideales, formar criterios y fortalecer la voluntad, pues todo aprender supone un esfuerzo. La educación ha de ser integral, es decir, afecta a todas las dimensiones humanas, como lo racional y afectivo, lo intelectual, religioso y moral, lo temporal y lo transcendente. La función de la educación no es sólo instruir o transmitir unos conocimientos, sino formar el carácter capacitando para el sacrificio, así como enseñar los valores y comportamientos, inculcando el sentido del deber, del honor, del respeto, convenciendo y persuadiendo gracias a un diálogo abierto y permanente, mejor que imponiendo. «La educación consiste en que el hombre llegue a ser cada vez más hombre, que pueda ser más y no sólo que pueda tener más» (Juan Pablo II, Discurso en la UNESCO, 1980).
Los valores nos señalan lo que debemos ser y nos dan ese núcleo de convicciones que necesitamos para poder vivir con dignidad, libertad y responsabilidad. La dignidad humana consiste en considerar que no podemos usar del ser humano como usamos de las cosas, sino que siempre debemos respetarle y más cuanto más lo amemos. No existen ni una enseñanza ni una educación neutra, pues todas hacen referencia a una serie de valores, que eso sí, pueden ser positivos o negativos. No hay que olvidar que educar es servir, pero dirigiendo y que los padres han de ponerse al servicio de esta nueva vida, para que pueda llegar a desarrollarse como persona libre.
Al niño hay que concederle tanta libertad cuanta sea capaz de administrar, ofreciéndole, según la edad, unos márgenes crecientes de libertad y responsabilidad, no empeñándonos ni en dejarles solos, pues la libertad necesita ayuda para despegar, ni en una excesiva protección y en decidir siempre por ellos. La educación debe regirse por el convencimiento de que la semilla del bien está presente en cada niño, pero como existe también la inclinación al mal, es necesaria la enseñanza de los valores morales y del sentido de la responsabilidad.
El crecimiento personal es semejante al crecimiento físico, siéndole necesario la aceptación de sí mismo y el estímulo amoroso de los demás. Los niños han de ser educados en la sencillez de vida, en la austeridad y en la renuncia a los caprichos, pues la comodidad no es la vía adecuada para su maduración. Educar blandamente a quienes van a tener que vivir en un mundo duro no es ayudarles. Sin exigencia no se puede educar, pues el comportamiento tiene límites. Desgraciadamente, sin embargo, estamos educando a los niños para el consumismo. Se pretende que el niño pueda alcanzar un buen puesto en la sociedad, con el máximo nivel posible de riqueza y bienestar, pero con total olvido de los valores espirituales y morales. Con frecuencia se machaca a los hijos haciéndoles aprender mil cosas, que aunque puedan ser interesantes, tienen sin embargo mucha menos importancia que una buena educación cristiana, que a menudo no es ni siquiera objeto de preocupación. Hoy en día cuando los valores están en crisis o en entredicho, tenemos que tener ideas muy claras para saber qué es lo que pretendemos hacer con nuestros niños, preguntándonos si buscamos el bien del niño en sí, o las satisfacciones que nos puede aportar. No se trata de que los niños sean como nosotros, sino que puedan descubrir para desarrollarlo lo mejor de sí mismos. Padres y educadores debemos colaborar en la formación de los niños y los padres no deben caer en la tentación de desentenderse delegando en la escuela, pues la tarea fundamental de educar es de ellos y no de la escuela. Peor es todavía la situación cuando los padres tan solo se preocupan de que sus hijos tengan dinero, pero no intentan formarlos e incluso dificultan la tarea de los maestros. Un niño que lo tiene todo, carece fácilmente de disciplina y es caprichoso y egoísta. Por ello los conflictos del niño no pueden ser superados por éste si no aprende a renunciar a sí mismo, introduciéndose en el mandamiento del amor no egoísta a sí mismo y a los demás, amor al que deben educarle los padres que han de darle ejemplo, sabiendo darse a sí mismos, pero también frenándose en su afán de colmar de regalos y cosas innecesarias a sus hijos.
Los padres son, en efecto, los protagonistas y primeros responsables de esta educación. Mientras que la enseñanza promueve los conocimientos necesarios para la vida, en especial para el ejercicio de la profesión, la educación cultiva la capacidad del individuo para desenvolverse en la vida como persona, lo que depende sobre todo de la familia. El hogar, además de ser el sitio donde cada uno es querido por sí mismo, es el lugar apropiado para la educación en la virtud. La educación simultánea de amor y renuncia es de gran importancia para la vida. Educar es comunicar que hay valores, especialmente el valor del amor, que hacen que la vida tenga sentido. Entre estos valores está una religiosidad bien orientada, con la que el niño se inicia en el amor a Dios y a los demás, y el evitar comportamientos peligrosos. Son los padres quienes enseñan los modelos básicos de conducta, especialmente a través de su comportamiento y actitudes, es decir con su testimonio. Los niños aprenden imitando a sus padres, por lo que los valores o falta de valores de éstos repercuten en ellos. La vía del menor esfuerzo no conduce a la maduración y reduce el ámbito de la libertad.
Los sentimientos y las manifestaciones de amor hacia sus hijos no se producen de la misma forma en el padre y en la madre. El amor materno se preocupa más de las necesidades inmediatas del hijo y es más tierno, pero también los padres cuidan de ellos, aunque su amor es menos reconocido, y se ocupan de su bienestar y futuro.
Cuando hablamos de educación pensamos de modo preferente en los niños, adolescentes y jóvenes. Sin embargo, los adultos no debemos olvidar que la educación es una tarea permanente, que nunca podemos declarar terminada, porque incluso en el Más Allá siempre estaremos aprendiendo cosas nuevas del Dios infinito.