«Bendita alegría. Te ofrezco mi alegría». No son las palabras de un joven tras una noche de juerga, ni siquiera las palabras de un trabajador satisfecho por el éxito de su última empresa. Tampoco la expresión de una madre, viendo crecer y realizarse a sus hijos. Son las palabras de Lolo, un periodista de 38 años, después de 16 años de sufrir una progresiva parálisis. Una convicción que mantuvo los 13 años de vida que le quedaban todavía por delante.
Manuel Lozano, Lolo, será recordado este sábado en Linares, cuando monseñor Angelo Amato lo proclame beato de la Iglesia católica, el primer periodista laico que llega a los altares. ¿Es tan difícil ser periodista y buen cristiano? A juzgar por las cifras, parece que sí. Y eso dicen los obispos: “ser periodista cristiano es heroico”. ¿Qué debería mover a un periodista, al periodista que escribe o habla por radio o televisión, y al pequeño periodista que escucha tantas noticias como nos bombardean cada día, tratando de encontrar un poco de luz en esa lluvia de bombas?
El siglo XXI responde con su querido cimiento de la cultura y la sociedad: Libertad, libertad absoluta con tal de que no invada la libertad ajena. Pero ¿quién define los límites de esta libertad? Sobre este pedestal en el siglo anterior se asentaron Hittler (Alemania es libre y superior), Stalin (la libertad de la clase obrera, esclavizada por la propiedad privada), Mussollini (la libertad de la sociedad). Y en este siglo continuamos viendo que se adora a esta libertad como “defensa contra el Gorila Rojo” (Chávez), libertad para Cuba ante la presión americana (los Castro), libertad para defender un trozo de tierra olvidando el trozo de tierra que se asignó a la vez a los vecinos (Israel).
¿Estamos cimentando algo con esta palabra? Libertad para matar al inocente («interrumpir la vida de un algo»), libertad para renunciar a mi físico simplemente porque quiero ser hombre, o mujer, libertad para yo tener el hijo que yo quiero, o cambiar de pareja cuando yo quiero, prescindiendo del bien de los hijos y de la familia.
Ante tanto desbarajuste, tendríamos que buscar algún otro cimiento, algo sobre lo que podamos construir una sociedad. Saltan a la vista los múltiples problemas que brotan de esta libertad. ¿Entonces? Benedicto XVI, uno de los grandes pensadores de este siglo, además de Sumo Pontífice, nos recuerda mucho una frase que aprendió de sus predecesores, de la sabia tradición de la Iglesia: «No hay libertad sin verdad». Y es mucho más importante este cimiento que la libertad.
¿Qué es la verdad? Hace siglos que se lanzó esta pregunta, y sigue resonando en los oídos y en el corazón del ser humano. Si buscamos una cosa, nos pasará lo que a los antiguos alquimistas: por más pruebas y experimentos, no aparece la fórmula mágica que vuelve todo en oro, no llegamos a la cosa – verdad. Yo prefiero hablar de verdad personalizada. El niño pequeño no entiende de disquisiciones sobre la verdad, pero sabe que la verdad está en sus padres, en esas dos personas que le aman con locura, se desviven por él, le cuidad, y a veces (¿por qué no?) también le corrigen. Encuentra que la prueba de la verdad está en el amor que recibe.
Esa simple regla cambiaría de por sí mucho en nuestro obrar. Cambia primero la perspectiva de mi libertad (no soy libre para hacer lo que quiera y defender mis derechos); y cambia después mi perspectiva de la verdad: no se trata de algo que me viene impuesto, algo que se le ha ocurrido a un Dios caprichoso, sino de un camino que me marca Aquel que más me ama.
Con algunas de estas perspectivas vivió Manuel Lozano, y por eso exclamó, desde su lecho de enfermo, de joven enfermo «¡Bendita alegría!» Cuando se vive así, se transmite de verdad el evangelio, la «buena noticia». Buena, alegre, ilusionante, animante. No podemos negar la crisis, el inmenso número de parados, la velocidad caracol de nuestra economía; pero también hay motivos para proclamar la Buena Nueva de que Alguien nos ama.