Afirmaba Eugenio d’Ors que lo que caracteriza la superación de un estado de barbarie por un estado de cultura es la adquisición de una clara conciencia de unidad y de continuidad. Todo lo que elabora la baja naturaleza animal e instintiva del hombre tiene características de discontinuidad y dispersión; todo lo que elabora su alta naturaleza racional tiene características de unidad y continuidad. Así ocurre, por ejemplo, con las instituciones del matrimonio o de la monarquía (me refiero al matrimonio y la monarquía auténticos, no a las parodias envilecedoras hoy vigentes).
Todas las formas superiores de civilización, empezando por la que tuvo su sede en Grecia, buscaron entre la turbamulta de deidades heredadas de las fases de barbarie de la Humanidad un dios que, siendo Uno, fuese principio unificador de todas las cosas. La unidad, nos enseña Platón, es la meta suprema del pensamiento.
La Iglesia entendió, desde el momento mismo de su constitución, que todas las cosas –aun las más diversas y aparentemente antípodas– tiemblan con una misma pasión de síntesis y unificación, que es lo que fray Luis de León denominaba el “pío universal de las cosas”. De ahí que, alimentada por la fe en un Dios único, la Iglesia se esforzara por mantener siempre una cohesión que sus enemigos pugnaron por dinamitar.
La Iglesia, como señala Francisco en su reciente motu proprio Traditionis Custodes, es “sacramento de unidad”; y debe velar por mantener siempre esa unidad, que es el sumo bien de cualquier sociedad política; y mucho más de una sociedad espiritual como la Iglesia. Y, para lograr esa unidad, la Iglesia tiene dos alas, que son la inteligencia y el amor.
Pero esta unidad fundamental, cimiento y sostén de la Iglesia, no puede ser otra que la fundada en la continuidad. Todas las más clásicas y perennes construcciones que perduran en la civilización se adornan con estas dos notas.
El ser uno y el ser continuo es el más claro reflejo divino a que puede aspirar una sociedad sobre la tierra. Y la Iglesia, como sociedad de origen divino que es, tiene la encomienda por velar por este principio de continuidad.
De ahí que, muy sabiamente, haya confiado su unidad a la tradición, que tiene su expresión más gozosa en la institución del papado; y que penetra toda su enseñanza: “Os entrego lo que recibí”, afirma San Pablo. No hay unidad posible sin la aceptación de esta continuidad. “Lo que para generaciones anteriores era sagrado –afirma Benedicto XVI en la carta que acompañaba su motu proprio Summorum Pontificum– sigue siendo sagrado y grande para nosotros también, y no puede ser de repente totalmente prohibido o incluso considerarse dañino”.
La continuidad de la tradición vivifica la unidad. Una unidad que se fundase en la ruptura con la tradición sería unidad falsa, unidad “frankenstein” de miembros cosidos artificialmente que acaba pudriéndose. He aquí la razón por la que la mayor parte de las sociedades políticas acaba disgregándose; y lo mismo ocurre con las sociedades religiosas que creen grotescamente que pueden permanecer unidas sin fundarse en la aceptación plena de la tradición.
Por supuesto, en esa aceptación plena debe combatirse toda tradición espuria, así como todo intento de “apropiarse” de una tradición auténtica, convirtiéndola en bandera de enfrentamiento. Pero no parece que un rito venerable que ha sido durante siglos vía de santificación para decenas de generaciones de católicos pueda ser considerado tradición espuria; mucho menos que aberraciones dogmáticas de toda índole y abusos litúrgicos dementes sean tolerados, mientras se expulsa a un gueto de sospecha una tradición vivificadora que ha brindado incontables frutos de santidad. Las dos alas de la Iglesia, que son la inteligencia y el amor, deben encontrar modos de mantener la unidad en la continuidad.
Publicado en Revista Misión.