Con una magna concelebración eucarística de varios miles de sacerdotes y obispos procedentes de todo el mundo, el próximo viernes, fiesta del Sagrado Corazón de Jesús, en la plaza de San Pedro, de Roma, el Papa Benedicto XVI clausurará el «Año Sacerdotal», que él mismo convocó, y abrió el junio pasado, con ocasión del 150 aniversario de la muerte de san Juan María Vianney, patrón de todos los párrocos del mundo. Con este Año se deseaba «contribuir a promover el compromiso de renovación interior de todos los sacerdotes, para que su testimonio evangélico en el mundo de hoy sea más intenso e incisivo» (Benedicto XVI, Carta de Convocatoria).
No me cabe la menor duda de que este Año ha sido un gran regalo, una bendición de Dios, y que, en los tiempos futuros, notaremos los frutos de renovación deseada: la fuerza del Espíritu Santo renovador y santificador, impetrada con tanta oración y ayuno en todas partes, no queda baldía y se mostrará en un testimonio sacerdotal vigoroso y gozoso, renovado y evangélico, que contribuirá a la tan necesaria renovación de la humanidad de nuestro tiempo. Es cierto que este Año se ha celebrado en medio de una tormenta mundial en que se ha puesto de relieve la debilidad de sacerdotes, pero que no empaña para nada el reconocimiento del inmenso «don que suponen los sacerdotes, no sólo para la Iglesia, sino también para la humanidad misma» (Benedicto XVI). Los sacerdotes, presencia sacramental de Cristo, Sacerdote y Buen pastor de nuestras vidas, que «con humildad repiten cada día las palabras y los gestos de Cristo a los fieles cristianos y al mundo entero, identificándose con sus pensamientos, deseos y sentimientos, así como con su estilo de vida» (Benedicto XVI), son, de suyo, un don de Dios para los hombres. Ellos nos entregan a Cristo en persona que es Camino Verdad y Vida, Luz que alumbra nuestros pasos, Amor que no tiene límite y ama hasta el extremo; ellos nos anuncian y dan su palabra, que es vida, fuerza de salvación para los que creen, buena noticia que llena de esperanza; ellos nos otorgan, de parte de Dios, el perdón y la gracia de la reconciliación. Ellos nos entregan, sobre todo a Dios, sin Quien nada somos y nada podemos esperar. Vivimos, por eso, días para dar gracias a Dios por el don de los sacerdotes, reconocer el don de Dios en ellos y por ellos, aunque este don sea llevado en frágiles vasijas de barro. ¿Cómo ignorar o «no destacar sus esfuerzos apostólicos, su servicio infatigable y oculto, su caridad que no excluye a nadie? Y ¿qué decir de la fidelidad entusiasta de tantos sacerdotes que, a pesar de las dificultades e incomprensiones, perseveran en su vocación de ‘amigos de Cristo’, llamados personalmente, elegidos y enviados por Él?». (Benedicto XVI).
Desde aquí quiero dirigir mi pensamiento, con admiración, reconocimiento y gratitud a los sacerdotes. Agradecer de todo corazón a los sacerdotes que me han ayudado a ser lo que soy y que no merezco en modo alguno: sacerdote, sencilla y gozosamente sacerdote. Agradecer, por ejemplo, a aquel gran y santo sacerdote de mi pueblo durante cuarenta y cinco años, que, entre otras manifestaciones de su caridad de buen pastor, fue capaz de dejar su casa a los apestados en la epidemia de 1919 –si mal no recuerdo–, y cargar físicamente con los muertos a sus hombros para llevarlos a enterrar; siempre mantengo vivo su recuerdo que fue para mí un ejemplo de entrega sin reserva al ministerio sacerdotal. Quiero agradecer a tantos sacerdotes que están dejando su vida a jirones en las misiones, en los países más pobres y al servicio de los más pobres, que nadie atiende. Agradecer a los sacerdotes que tanto me han ayudado y de los que tantísimo he recibido todos los días como obispo, en cuanto colaboradores imprescindibles y trabajadores incansables del Evangelio, en las diócesis de Ávila, de Granada, de Cartagena, de Toledo, o que tanto me han ayudado en mis diócesis de origen: Cuenca, Segorbe, Valencia. Agradecer a los sacerdotes que desarrollan su tarea y servicio pastoral en las aldeas y pueblos pequeños, muchas veces con sensación de olvido y aislamiento, de no saber qué hacer, pero mostrando siempre que Dios está con lo pequeño y lo que no cuenta a los ojos del mundo. Agradecer a cuantos trabajan en los más diversos campos pastorales de la educación, de la pastoral sanitaria, de la acción social y caritativa, de la cultura,... Todos son necesarios, y a través de todos nos llega la presencia de Cristo; todos trabajan en una edificación común: la construcción de la Iglesia de Dios, signo eficaz de la unión con Dios y de la unidad de todo el género humano. A todos los sacerdotes quisiera, me atrevo a decirles: «¡Gracias! No os echéis atrás en los duros trabajos del Evangelio. Nuestra vida sacerdotal merece la pena; somos necesarios. ¡Animo! ¡Adelante!». Con palabras de Juan Pablo II en su autobiografía sacerdotal, «Don y misterio»: «Hermanos, poned el mayor empeño en afianzar vuestra vocación y elección. Obrando así, nunca caeréis» (2 Pe 1, 10). ¡Amad vuestro sacerdocio!¡Sed fieles hasta el final! Sabed ver en él aquel tesoro evangélico por el cual vale la pena darlo todo (cf. Mt. 13,44). Y a todos los demás pido reconocimiento, ayuda, comprensión, colaboración, y oración por ellos.
Publicado en La Razón